Edicion Fria

…Porque ni aun los esbirros de Cthulhu se atreven a hablar de Y'golonac; sin embargo, llegará el tiempo en que Y'golonac surgirá de lo soledad de los tiempos inmemoriales y una vez más andará entre los hombres.
-Revelaciones de Glaaki, vol. XII

Sam Strutt se chupó los dedos y se los secó con el pañuelo; tenía las yemas grises por la nieve del pasamanos de la plataforma del autobús. Luego sacó el libro de la bolsa de plástico que tenía en el asiento de al lado, extrajo el billete de entre sus páginas, lo sujetó contra la tapa para protegerlo de sus dedos y comenzó a leer. Como ocurría a menudo, el cobrador supuso que el billete de Strutt era válido; Strutt no le sacó del error. Fuera, la nieve caía en las calles laterales y se deslizaba bajo las ruedas de los coches que avanzaban cautelosos.

El barro le salpicó y cayó dentro de sus botas al apearse en Brichester Central, y cobijando la bolsa bajo la chaqueta para mayor precaución, apretó el paso hacia el quiosco de periódicos, pisando los copos recién caídos. Los cristales del quiosco no estaban completamente cerrados; la nieve se había filtrado por las ranuras y deslustraba los brillantes libros de bolsillo.

—¡Mire esto! —se quejó Strutt a un joven que estaba junto a él y miraba a la multitud, metiendo el cuello hacia dentro como una tortuga—. ¿No es una asquerosidad? ¡A la gente no le importan estas cosas!

El joven, sin dejar de mirar las caras mojadas que pasaban, asintió abstraído. Strutt se dirigió a otro mostrador del quiosco, donde el dependiente despachaba periódicos.

—¡Oiga! —llamó Strutt.

El dependiente, que estaba contando el cambio para un cliente, le indicó con un gesto que esperase. Por encima de los libros, a través del cristal empañado, Strutt vio que el joven se acercaba a una chica y la abrazaba, y luego le secaba el rostro suavemente con un pañuelo. Strutt miró el periódico del cliente que esperaba el cambio. Brutal asesinato en las ruinas de una iglesia, leyó; la noche anterior habían encontrado un cadáver entre las desmoronadas paredes de lo que había sido la iglesia de Lower Brichester; cuando quitaron la nieve de la figura marmórea, descubrieron en el cadáver horribles mutilaciones que parecían… El cliente cogió su periódico y el cambio y se alejó hacia la estación. El dependiente se dirigió a Strutt con una sonrisa:

—Siento haberle hecho esperar.

—No importa —dijo Strutt—. ¿Se da cuenta de que está cayendo nieve encima de los libros? La gente puede querer comprarlos.

—¿Y usted? —replicó el dependiente.

Strutt apretó los labios, y volvió a las ráfagas cargadas de nieve. Tras de sí oyó el sonido del cristal al cerrarse.

Los Buenos Libros de The Highway le proporcionaron cobijo; se sacudió el aguanieve y se puso a mirar los lomos. Los títulos corrientes de los estantes mostraban su cara anterior, mientras que otros estaban vueltos de espaldas. Un grupito de chicas se reía con las tarjetas cómicas de Navidad; un hombre sin afeitar fue empujado al interior por una ráfaga de afilados copos y se detuvo, mirando en torno suyo con inquietud. Strutt chascó la lengua; no debería permitirse que los vagabundos entraran en las librerías a ensuciar los libros. Mirando de soslayo para ver si el hombre abría las cubiertas o rompía los lomos, Strutt fue de estantería en estantería sin encontrar lo que buscaba. Charlando con la cajera, no obstante, había un dependiente que le había alabado el Last Exit to Brooklyn, cuando vino a comprarlo la semana anterior, y había escuchado pacientemente la lista de las recientes lecturas de Strutt, aunque no pareció reconocer los títulos. Strutt se acercó a él y le preguntó:

—Hola, ¿tiene más libros esta semana?

El hombre le miró desconcertado.

—¿Más…?

—Bueno, libros como éste —Strutt alzó su bolsa de plástico para mostrarle la cubierta gris de Ultimate Press, cuyo título era The Caning-Master, de Hector Q.

—¡Ah, no! Creo que no —se dio un golpecito en el labio—. Espere, ¿Jean Genet?

—¿Quién? Ah, quiere decir Jannet. No, gracias, es aburrido como una ostra.

—Bueno, pues lo siento, señor; me temo que no puedo serle útil.

—¡Oh! —Strutt se sintió desairado.

El hombre parecía no reconocerle, o quizá lo aparentaba. Strutt había conocido a otros así que le habían orientado en sus lecturas. Buscó en las estanterías otra vez, pero ninguna cubierta atrajo su mirada. En la puerta se desabrochó la camisa para proteger aún más su libro, y una mano se posó en su brazo. La mugrienta mano se deslizó hasta la suya y tocó la bolsa. Strutt la apartó furioso y se encaró con el vagabundo.

—¡Un momento! —siseó el hombre—. ¿Busca usted más libros de ese género? Yo sé dónde hay.

Esta proximidad ofendía a su estricto sentido de la lectura de libros, y no tenía por qué disimularlo. Arrancó la bolsa de los dedos que la cogían.

—Así que a usted le gustan también, ¿eh?

—¡Oh, sí!, tengo muchos.

Strutt le tendió una trampa.

—¿Cuáles?

—¡Oh!, Adán y Eva, Tómame como quieras, todas las aventuras de Harrison; ya sabe, hay montones.

Strutt admitió de mala gana que el ofrecimiento del hombre parecía sincero. El dependiente, junto a la caja, les observaba; Strutt miró hacia atrás.

—De acuerdo —dijo—. ¿Dónde está ese lugar del que me habla?

El otro le cogió del brazo y le sacó ansiosamente a la nieve que caía sesgada. Apretándose el cuello del sobretodo, los dos peatones se deslizaron por entre los coches que esperaban a que retirasen un autobús que había patinado. Los limpiaparabrisas aplastaban los copos de nieve en las esquinas de los parabrisas. El hombre tiró de Strutt en medio del concierto de claxons que bramaban y alborotaban, luego pasaron entre dos escaparates desde los que les miraron despectivamente unas chicas que vestían a unas figuras sin cabeza, y descendieron por un callejón. Strutt reconoció la zona, que había explorado minuciosa e inútilmente en busca de librerías apartadas; decepcionantes tienduchas de revistas para hombres, ocasionales vaharadas pungentes de cocinas, coches cubiertos de costras de nieve, calor de tabernas bulliciosas contra el frío. El guía de Strutt se refugió en la entrada de un bar para sacudirse el abrigo; la blanca capa de cristal se quebró y cayó de sus hombros. Strutt se unió a él y ajustó el libro en su bolsa, cobijada debajo de la camisa. Se puso a patear para desprender la costra de sus botas, y dejó de hacerlo cuando el otro siguió su ejemplo: no deseaba establecer relación alguna con el hombre ni aun mediante este gesto trivial. Miró con fastidio a su compañero, su nariz hinchada a través de la cual sorbía ahora un moco, el intermitente inflarse de sus mejillas al soplarse las manos temblorosas. Strutt sentía horror a tocar a alguien que no fuese remilgado. Más allá de la puerta, los copos cubrían ya las huellas que ellos habían dejado, y el hombre dijo:

—Tengo una sed espantosa, de tanto andar a este paso.

—Así que éste era el truco, ¿no? —pero la librería estaba más adelante. Strutt entró en el bar y pidió dos pintas a una camarera colosal y con el pecho erizado de volantes, que navegaba de aquí para allá con vasos y accionaba las espitas con placer. Unos viejos fumaban sus pipas en dudosos compartimentos; una radio transmitía marchas; unos hombres, con la jarra en la mano, hacían puntería con jovial despreocupación sobre una diana o sobre una escupidera. Strutt se sacudió el abrigo y lo colgó junto a él; el otro siguió con el suyo puesto, y miró su cerveza. Decidido a no hablar, Strutt miró los oscuros espejos que reflejaban gesticulantes tertulias en torno a sucias mesas no directamente visibles. Pero se iba sintiendo gradualmente sorprendido ante la taciturnidad de su compañero de mesa; ¿no era esta gente, pensó, bastante charlatana, de hecho prácticamente imposible de acallar? Resultaba intolerable, esto de permanecer sentado ociosamente en un bar asfixiante de una calle apartada, cuando podía estar paseando o leyendo… debía hacer algo. Se bebió su cerveza de un trago y golpeó con su vaso el de su compañero. El otro se sobresaltó. Luego, visiblemente avergonzado, empezó a sorber, extrañamente nervioso. Por último se hizo evidente que se entretenía con la espuma; dejó el vaso sobre la mesa y se quedó mirándolo.

—Parece que es hora de irnos —dijo Strutt.

El hombre alzó la vista; el temor agrandó sus ojos.

—Demonios, estoy empapado —murmuró—. Ya le llevaré cuando pare la nieve.

—Ese era el truco, ¿no? —gritó Strutt. En los espejos, los ojos le buscaron—. ¡Pues no le voy a invitar a un vaso a cambio de nada! ¡No he venido hasta aquí…!

El hombre se agitó, atrapado.

—De acuerdo, de acuerdo; sólo que a lo mejor no encuentro la tienda con este tiempo.

Strutt encontró esta observación demasiado tonta para hacer ningún comentario. Se levantó, se abrochó el abrigo, salió a la nieve, y miró hacia atrás para asegurarse de que el otro le seguía.

Después de las últimas tiendas, en cuyo interior se veían pirámides de latas con carteles mal rotulados, pasaron una línea de ventanas furtivamente encortinadas, distribuidas en un paisaje monótono de ladrillo rojo; detrás de los cristales, los adornos de Navidad colgaban en guirnaldas. Al otro lado de la calzada, enmarcada en la ventana de un dormitorio, una mujer de mediana edad corrió las cortinas y ocultó a un menor que tenía junto a su hombro: «Vaya, allá van», dijo Strutt para sus adentros; sabía que podía controlar sin hablar a la figura que iba delante, y efectivamente, no le dijo nada cuando se detuvo temblando, indudablemente de frío, y prosiguió al aparecer tras él Strutt, un par de centímetros más alto que el metro setenta de su mejor constituida persona. Por un instante, mientras el cuerpo nevado caminaba delante por la calle con los copos recortando la figura y cortándole las mejillas como efímeras cuchillas de hielo, Strutt sintió deseos de hablar, hablar de las noches en que permanecía en la cama sin poderse dormir, escuchando a la hija de su patrona cuando le pegaba su padre, en la habitación de arriba, o esforzándose en oír los apagados ruidos de muelles de una cama, quizá de la pareja de abajo. Pero pasó el momento, como barrido por la nieve; el final de la calle se había abierto, bifurcándose, con un refugio de peatones en medio, en dos calles espesamente tapizadas de nieve, una de las cuales se alejaba ocultándose entre las casas, y la otra, más corta, comunicaba con una circunvalación. Ahora Strutt supo dónde estaba. Esa misma semana había visto desde un autobús el letrero de Mantenga su izquierda tumbado boca arriba en el refugio de peatones, con su superficie cubierta de pisadas.

Cruzaron la calzada de circunvalación, salvaron los desmoronados bordes de surcos llenos de charcos engañosamente vidriados que se agrupaban detrás de las huellas de un tractor-oruga de unas obras, y siguieron por en medio del blanco torbellino hasta un descampado donde una chimenea solitaria se tragaba la nieve. El guía de Strutt se internó por un callejón y Strutt le siguió, dispuesto a mantenerse cerca de él, mientras se sacudía el polvo de nieve de las pestañas y vacilaba ante la puerta de un patio trasero en la que unos perros arañaban y gruñían. El hombre dio unos pasos a la izquierda, luego otros a la derecha, en el cerrado laberinto de paredes, entre casas de crueles esquinas, mellados cristales de ventanas y puertas entornadas, a las que ni la nieve, más benévola con los edificios que con sus ocupantes, podía suavizar. Torcieron por última vez, y el hombre avanzó bamboleante por un pavimento junto a los restos de un almacén, cuya fachada se abría vacía para enmarcar un montón de botellas de vino, abandonadas bajo un enorme cartel que anunciaba Aquí 57 variedades. Un pedazo de nieve cayó del esqueleto del toldo para ser tragado por el montón de abajo. El hombre movió la cabeza, pero al acercársele Strutt, señaló temerosamente la acera opuesta y dijo:

—Ahí es. Hemos llegado.

Los surcos de barro salpicaron las perneras de Strutt al cruzar corriendo, calculando mentalmente que, mientras el hombre había tratado de desorientarle, él había deducido que la calle principal se encontraba a unos quinientos metros; luego leyó el cartel de la tienda: Libros Americanos. Compra-venta. Tocó una reja que protegía un tragaluz opaco por debajo del nivel de la calle, notó una herrumbre mojada y deshecha bajo sus uñas, y contempló lo que el escaparate exhibía ante él : History of the Rod —libro que encontraba monótono—, arrimado entre novelas de Aldiss, Tubb y Harrison, que se ocultaban vergonzosamente detrás de otras tapas espeluznantes: Le Sadisme au Cinema; el Voyeur de Robbe-Grillet parecía insensible; The Naked Lunch… nada merecía el haber venido hasta aquí, pensó Strutt. «Bueno, es hora de que entremos»; instó al hombre a entrar, y con una mirada a los corroídos ladrillos rojos de la ventana del primer piso, que tenía un espejo de tocador contra ella, en sustitución del cristal que le faltaba, entró también. El otro se había detenido otra vez, y durante un desagradable segundo los dedos de Strutt rozaron el mohoso abrigo del hombre.

—Vamos, ¿dónde están los libros? —preguntó ya en la tienda.

La amarillenta luz del día se hacía más lóbrega debido al escaparate y a las revistas que colgaban delante del cristal de la puerta; el polvo flotaba perezosamente en los rayos de luz extraviados. Strutt se inclinó a leer los títulos de los libros de bolsillo metidos en cajas de cartón que había sobre la mesa; pero las cajas no contenían más que novelas del Oeste, fantásticas y eróticas, y se vendían a mitad de precio. Haciendo una mueca ante los libros que alzaban sus esquinas como pétalos florecientes, Strutt cruzó por delante de los volúmenes encuadernados y se asomó a la parte de atrás del mostrador, ligeramente preocupado; antes, al cerrar la puerta bajo su muda campanilla, le había parecido oír un grito allí cerca, súbitamente interrumpido. Desde luego, en estos sitios se oían cosas así continuamente, pensó, y se volvió hacia el otro.

—¿No atiende nadie aquí?

Con ojos muy abiertos, el hombre miró por encima del hombro de Strutt; Strutt se volvió y vio el cristal esmerilado de una puerta, con uno de sus ángulos reparado con un trozo de cartón, negro contra una débil luz amarillenta que se filtraba por el cristal. La oficina del librero, seguramente… ¿habría oído éste la observación de Strutt? Strutt se dirigió a la puerta, dispuesto a importunar. Entonces el hombre, movido de un impulso, buscó atribuladamente detrás del mostrador, abrió un estante de puertas de cristal, lleno de libros con oscuras sobrecubiertas, y extrajo finalmente un paquete envuelto en papel gris de un escondite que había en un rincón de una de las baldas. Se lo arrojó a Strutt, murmurando:

—Este es uno, éste es uno —y se quedó mirando, con un súbito temblor de piel debajo de los ojos, mientras Strutt rompía la envoltura.

—La vida secreta de Wacford Squeers. ¡Ah!, me gusta —aprobó Strutt, olvidándose momentáneamente de lo demás y echando mano de su cartera; pero los dedos mugrientos sujetaron su muñeca.

—Pagúelo la próxima vez —suplicó el hombre.

Strutt vaciló; ¿podía marcharse con el libro sin pagar? En ese momento se agitó una sombra en el cristal esmerilado: un hombre sin cabeza arrastraba algo pesado. Sin duda aparecía decapitado por el cristal y por su postura inclinada, concluyó Strutt; luego se dio cuenta de que el tendero debía de mantener contacto con Ultimate Press; convenía entonces no perjudicar este contacto robando un libro. Apartó los dedos frenéticos y contó dos libras; pero el otro retrocedió, extendiendo sus dedos con gran temor, a situarse contra la puerta de la oficina —de cuyo cristal había desaparecido la silueta—, casi cayendo antes en brazos de Strutt. Strutt lo rechazó y dejó los billetes en el hueco que había dejado el Wacford Squeers, y luego se volvió hacia él:

—¿No va a envolvérmelo? No; bien pensado, lo haré yo mismo.

El rollo del mostrador hizo un ruido sordo liberando una banda de papel marrón; Strutt cortó un trozo no descolorido. Al envolver el libro, mientras apartaba con los pies el trozo desechado, algo cayó al suelo. El otro se había retirado hacia la puerta de la calle con tal torpeza que un botón de la bocamanga que llevaba colgando se había enganchado en el borde de una caja llena de libros; se quedó helado ante los libros esparcidos, con la boca y las manos abiertas de asombro, un pie encima de una novela abierta como una polilla aplastada, y las partículas de polvo flotando a su alrededor en los rayos de luz moteada por la nieve que caía como cribada. Sonó el clic de una cerradura. Strutt dio un respingo, ató el paquete y rodeando al hombre con disgusto, abrió la puerta. El frío atacó sus piernas. Empezó a subir los peldaños y el otro se apresuró a seguirle. El pie del hombre estaba en el umbral, cuando unos pasos pesados avanzaron por el entarimado. El hombre giró rápidamente sobre sus talones y volvió a entrar; detrás de Strutt la puerta se cerró de golpe. Strutt aguardó; luego se le ocurrió que podía marcharse apresuradamente y desembarazarse de su guía. Salió a la calle y una brisa fría le picoteó las mejillas limpiándole el polvo rancio de la tienda. Volvió el rostro, pisó la costra de nieve del titular de un periódico mojado, y se encaminó hacia la calle principal, que sabía que pasaba cerca.

Strutt se despertó temblando. El letrero de neón de la ventana de su apartamento, un cliché implacable como un dolor de muelas, se recortaba deslumbrante contra la noche cada cinco segundos, y por esto, y por los dardos de frío, supo Strutt que era de madrugada. Cerró los ojos otra vez, pero aunque tenía los párpados febriles y pesados, su mente no descansaba. Más allá de los límites de su memoria, acechaba el sueño que le había despertado; se removió inquieto. Por alguna razón pensó en el pasaje de la lectura de la noche anterior: «Cuando Adán llegó a la puerta sintió la mano de Eva que le cogía la suya y le retorcía el brazo por la espalda, obligándole a caer en el suelo…» Sus ojos se abrieron y miraron hacia la estantería de los libros para cerciorarse: sí, allí estaba el libro, seguro dentro de sus cubiertas, cuidadosamente alineado entre sus compañeros. Recordó que al volver a casa encontró una tarde Miss Whippe, Institutriz de Old Style metida dentro de Prefects and Fags; la patrona le había explicado que debió de ser ella que había colocado mal los libros después de limpiar el polvo, pero Strutt sabía que los había alterado a propósito. Strutt había comprado una estantería con cerradura, y cuando ella le pidió la llave, le había contestado: «Gracias, yo los limpiaré». Hoy en día no se podían tener amigos. Cerró los ojos otra vez; la habitación y la estantería de libros, creadas cada cinco segundos por el neón y destruidas con igual regularidad, llenaban su vacío, recordándole que aún le quedaban algunas semanas, antes de empezar el siguiente trimestre, en que afrontaría la primera clase de la mañana y añadiría «ahora ya me conocéis» a su habitual introducción: «Si vosotros os portáis bien conmigo, yo me portaré bien con vosotros». Algunos chicos pondrían a prueba con seguridad esta advertencia, y Strutt tendría que demostrarlo; vio arrugarse un pantalón blanco de gimnasia allí donde él había dirigido una zapatilla con fuerza satisfactoria… Strutt se relajó; y apaciguado por un eco abrumador de pies resonando acompasados en el suelo de madera del gimnasio, con las agitadas sacudidas de las espalderas al trepar los chicos en enjambre hasta el techo mientras él los contemplaba desde abajo, se durmió.

Terminó jadeando sus ejercicios matinales, y luego se bebió de un tirón el zumo de fruta que era siempre su primera visita a la bandeja que le traía la hija de la patrona. Maliciosamente, puso el vaso en la bandeja con un sonoro golpe; el vaso se hizo añicos (diría que había sido un accidente; pagaba lo bastante como para cubrir el gasto, así que podía permitirse esta pequeña satisfacción). «Que tenga unas buenas Navidades», había dicho la muchacha, paseando la mirada por toda la habitación. Tenía que haberla cogido por la cintura y haber sometido su descarada feminidad… pero ya se había ido con un revuelo de pliegues de su falda, dejándole el estómago cálidamente apretado de deseo.

Más tarde, se encaminó al supermercado. De varios jardines surgía el estridente raspar de las palas quitando la nieve. Se debilitó el ruido, y fue reemplazado por el crujido de la nieve bajo las botas. Cuando salió del supermercado, con un montón de latas, una bola de nieve le rozó la cara y fue a aplastarse contra el escaparate, formando una barba translúcida que se escurrió hacia abajo como aquel fluido de las narices de los chiquillos que tan a menudo ponía furioso a Strutt, pues estaba decidido a quitarles a palos esta maldad, este indignante comportamiento. Strutt buscó en torno suyo al francotirador: era un chiquillo de siete años, montado en un triciclo y dispuesto a emprender una rápida retirada; Strutt hizo un gesto involuntario como para atrapar al niño. Pero la calle no estaba desierta; la madre, con pantalones y los rulos asomando por debajo del pañuelo de la cabeza, le dio una palmada en la mano a su hijo.

—Te he dicho que no hagas esas cosas… Lo siento —le gritó a Strutt.

—Nada, no tiene importancia —refunfuñó él, y regresó a su apartamento.

Su corazón latía alocadamente. Deseaba fervientemente haber podido hablar con alguien como el librero de la esquina de Goatswood, que compartía sus impulsos. Cuando el hombre murió, aquel año, Strutt se sintió abandonado en una tácita conjura, en un mundo hostil. ¿Tal vez el nuevo librero resultaría de un carácter similar? Strutt esperaba que el hombre que le había conducido allí el día anterior no trabajara en dicha librería; pero de ser así, seguramente podría librarse de… Un librero que vendía libros de la Ultimate Press debía de ser un alma gemela de Strutt, y tan opuesto como a él a la presencia de otra persona, mientras hablasen con franqueza. Y tanto como una charla así, Strutt necesitaba libros para leer durante las Navidades, ya que el Squeers no le duraría mucho; seguramente no cerraba el día de Nochebuena. Tranquilizado de este modo, descargó las latas en la mesa de la cocina y bajó corriendo.

Strutt descendió del autobús en silencio; el latido del motor se apagó rápidamente entre las casas cargadas. La nieve acumulada aguardaba algún ruido. Strutt saltó chapoteando entre los carriles que los coches dejaban en la calzada, con su oscura chaqueta deslucida por las incontables salpicaduras. La calle torcía solapadamente; tan pronto como perdió de vista la calle principal, la callejuela reveló su verdadero carácter. La nieve caída sobre las fachadas se volvió desmedrada, dejando asomar herrumbrosas protuberancias. Una o dos ventanas mostraban árboles de Navidad con sus viejas agujas medio caídas y sus ramas inclinadas con cárdenas luces chisporroteantes. Strutt, sin embargo, no tenía ojos para estas cosas, sino que iba atento al pavimento, procurando evitar las suciedades rodeadas de huellas de patas de perro. Una vez se encontró con la mirada de una vieja que contemplaba algún punto debajo de su ventana que quizá constituía el ámbito de su mundo exterior. Tuvo un escalofrío momentáneo, apretó el paso, seguido de una mujer que protegía a su niño en el cochecito con una capa de periódicos, y se detuvo ante la tienda. Aunque el cielo naranja apenas conseguía iluminar el interior, no se veía ningún resplandor eléctrico a través de las revistas, y en el roto cartelito que colgaba detrás de la mugre podía leerse: CERRADO. Lentamente, Strutt bajó la escalera. El niño del cochecito se puso a berrear, esparciendo los últimos copos de encima del periódico. Strutt miró a su inquisitiva propietaria, dio la vuelta y casi se hundió en una súbita oscuridad. Abajo, la puerta se había abierto y una figura obstruía la entrada.

—No tiene cerrado, ¿verdad? —farfulló la lengua de Strutt.

—Tal vez no. ¿En qué puedo servirle?

—Estuve ayer aquí. Me llevé un libro de Ultimate Press —dijo Strutt a la cara impasible, con la suya incómodamente cerca.

—Pues claro, fue usted; sí, ya recuerdo.

El otro se cimbreaba incesantemente con las flexiones de un atleta, y su voz oscilaba de manera constante entre el bajo y el falsete, lo que producía a Strutt un enorme desasosiego.

—Bueno, pase antes de que la nieve le cubra —dijo el otro, y cerró la puerta de golpe tras ellos, despertando una nota del fantasma de lengua de la campanilla.

El librero —era él, supuso Strutt— asomó detrás de él una cabeza más alto; en la penumbra, entre las vagas y vindicativas esquinas de las mesas, Strutt sintió un oscuro impulso a darse importancia, y observó:

—Espero que encontraría el dinero del libro. Su empleado no parecía desear que pagase. Otro le habría tomado la palabra.

—No está con nosotros hoy —el librero encendió la luz de su oficina.

Al iluminarse su cara arrugada y llena de bolsas, pareció aumentar; tenía los ojos hundidos en curvadas estrellas de pliegues; las mejillas y la frente se combaban desde los surcos; la cabeza flotaba como un globo inflado a medias encima de un traje relleno. Bajo la desnuda bombilla, las paredes se estrecharon, flanqueando un escritorio desvencijado y desbordante de ejemplares de The Bookseller llenos de huellas de dedos, amontonados junto a una máquina de escribir cubierta de suciedad, al lado de la cual había una barra de lacre y una caja de cerillas abierta. Dos sillas se encaraban una a otra a ambos lados de la mesa, y detrás había una puerta cerrada. Strutt se sentó ante la mesa, sacudiendo el polvo al suelo. El librero dio unos pasos a su alrededor y de repente, como asaltado por alguna cuestión, preguntó:

—Dígame, ¿por qué lee usted esos libros?

Esta pregunta se la había hecho a menudo su director en la sala de profesorado, hasta que Strutt tuvo que dejar de leer novelas durante los recreos. La súbita reaparición de dicha pregunta le cogió desprevenido, y sólo se le ocurrió replicar con su vieja salida ingeniosa:

—¿Cómo dice, por qué? ¿Y por qué no?

—No le critico —se apresuró a decir el otro, paseando inquieto alrededor de la mesa—; me interesa verdaderamente. Iba a decirle que… ¿no desearía que las cosas que lee sucedieran, en cierto modo?

—Bueno, quizá —Strutt sintió recelo ante el giro de la conversación, y deseó poder dominarla; sus palabras parecían hundirse en un silencio nevado entre aquellas paredes polvorientas, para desvanecerse inmediatamente sin dejar huella.

—Me refiero a lo siguiente: cuando usted lee un libro, ¿no hace que suceda ante usted, mentalmente? Sobre todo si trata de visualizarlo de manera consciente, aunque eso no es lo esencial. Podría tirar el libro, por supuesto. Yo conocía a un librero que trabajaba en esta teoría; uno no tiene mucho tiempo para sí en esta clase de ocupación, pero cuando podía trabajaba en ella, aunque nunca la formuló enteramente… Un segundo, le enseñaré algo.
Se alejó rápidamente de la mesa y entró en la tienda. Strutt se preguntó qué habría al otro lado de la puerta de detrás de la mesa. Medio se levantó, pero al mirar hacia atrás vio al librero que regresaba ya entre flotantes sombras, con un volumen extraído de entre las obras de Lovecraft y de Derleth.

—Éste está relacionado con los libros de Ultimate Press, en realidad —dijo, cerrando de un portazo la oficina—. Van a publicar un libro de Johannes Henricus Pott el año que viene, he oído, que trata también del saber prohibido, como éste; sin duda le sorprenderá saber que se cree que tendrán que dejar algunos pasajes de Pott en el latín original. Pero éste puede interesarle; es un ejemplar único. Probablemente no conoce las Revelaciones de Glaaki; es una especie de Biblia escrita bajo inspiración sobrenatural. Se conocían sólo once ejemplares… pero éste es el duodécimo; escrito por un hombre en la cima de Mercy Hill, movido por un sueño —su voz se hizo insegura al continuar—: No sé cómo iría a parar a otras manos; supongo que la familia lo debió de encontrar en algún desván después de la muerte del autor y pensó que valdría unos peniques, ¿quién sabe? El librero aquel… bueno, conocía las Revelaciones, y comprendió que eran inestimables; pero no quería que se dieran cuenta de que tenía un hallazgo y lo llevaran tal vez a la biblioteca o a la Universidad, así que se lo incluyó como parte de un lote y dijo que lo emplearía para tomar notas. Cuando lo leyó… Bueno, había un pasaje que, como probaba su teoría, le pareció providencial. Mire.

El librero rodeó a Strutt otra vez y colocó el libro en su regazo, posando sus brazos sobre los hombros de Strutt. Strutt apretó los labios y miró al rostro del otro; pero le flaqueó un poco la energía, renunció a manifestar su desaprobación, y abrió el volumen. Era un viejo libro mayor; tenía las bisagras rajadas, y sus páginas amarillentas estaban cubiertas con las líneas irregulares de una escritura angulosa. A Strutt le tenía desorientado todo el largo monólogo introductorio; ahora, con el libro ante sí, recordó vagamente aquellos mazos de hojas mecanografiadas y duplicadas que habían circulado en los aseos durante su adolescencia. La palabra «Revelaciones» sugería lo prohibido. Intrigado de este modo, leyó al azar. Aquí, en Lower Brichester, la bombilla desnuda definía cada fragmento de pintura descascarillada de la puerta opuesta, y unas manos se movían sobre sus hombros, pero en algún lugar, por debajo de él, unas pisadas inmensas y blandas le seguían en la oscuridad; al volverse a mirar, vio a una figura hinchada y encendida por encima de él. ¿Qué era todo esto? Una mano se cogió a su hombro izquierdo, mientras la mano derecha iba volviendo páginas; finalmente, un dedo subrayó un párrafo:

«Más allá de un abismo de noche subterránea, un pasadizo conduce a un muro de macizos ladrillos, y más allá de ese muro se yergue Y'golonac, servido por las harapientas y ciegas criaturas de las tinieblas. Mucho tiempo ha dormido él, al otro lado del muro, y aquellos que pisan los ladrillos pululan por su cuerpo ignorando a Y'golonac; pero cuando se pronuncia o se lee su nombre, viene él para ser adorado o alimentado y adopta la forma y el alma de aquellos de quienes se alimenta. Pues aquellos que leen sobre el mal y buscan su forma, le invocan en sus mentes y así es cómo puede Y'golonac volver a caminar entre los hombres y esperar el tiempo en que la tierra quede libre y salga Cthulhu de su tumba entre las algas, y Glaaki rompa la trampa de cristal, y la descendencia de Eihort surja a la luz, y Shub-Niggurath pise la lente lunar, y Byatis irrumpa de su prisión, y Daoloth arroje la ilusión y manifieste la realidad que se oculta detrás.»

Las manos sobre sus hombros se movían constantemente, aflojando y apretando. La voz fluctuó:

—¿Qué piensa usted de eso?
Strutt pensaba que era una divagación sin sentido, pero en cierto modo su calor le había abandonado; respondió inseguro:

—Bueno, no es… la clase de lectura que uno encuentra a la venta.

—¿No le resulta interesante? —la voz se hizo profunda; ahora era de un bajo dominante. El otro dio la vuelta y se colocó detrás del escritorio; parecía más alto: su cabeza chocó con la bombilla, sacando sombras escrutadoras de los rincones, barriéndolas, y sacándolas otras vez—. ¿Le interesa? —su expresión era intensa, dentro de lo que cabía, porque la luz movía la oscuridad en las oquedades de su cara, como si la estructura ósea se derritiera visiblemente.

En las brumas de la mente de Strutt surgió una sospecha; ¿no había oído decir a su querido y difunto amigo el librero de Goatswood que existía un culto de magia negra en Brichester, un círculo de jóvenes dominados por un tal Franklin o Franklyn? ¿No estaría hablando precisamente con él?

—Yo no diría tanto —replicó.

—Escuche. Había un librero que leyó esto, y yo le dije: usted puede convertirse en sumo sacerdote de Y'golonac. Podrá hacer bajar a las formas de la noche para que adoren a Y'golonac en determinadas épocas del año; usted se postrará ante él y a cambio sobrevivirá cuando la Tierra sea barrida por los Grandes Primordiales; usted traspasará los límites más allá de los cuales se agita en las tinieblas…

Antes de que pudiese continuar, Strutt exclamó:

—¿Se refiere usted a mí?

Entonces se dio cuenta de que estaba a solas en una habitación con un loco.

—No, no; hablaba del librero. Pero la oferta es ahora para usted.

—Bueno, lo siento; tengo cosas que hacer —Strutt se dispuso a levantarse.

—Él también la rechazó —el timbre de la voz chirrió en los oídos de Strutt—. Tuve que matarlo.

Strutt se quedó helado. ¿Cómo debía uno tratar a un loco? Ante todo, apaciguarle.

—Vamos, vamos… aguarde un momento…

—¿Qué sacaría poniéndolo en duda? Tengo a mi disposición más pruebas de las que usted podría soportar. Usted será mi sumo sacerdote, o no saldrá de esta habitación.

Por primera vez en su vida, mientras las sombras de aquellas paredes toscas y opresivas disminuían su balanceo como expectantes, Strutt luchó por dominar una emoción; reprimió su mezcla de temor y de ira con calma.

—Si no le importa, tengo una cita.

—No, cuando su realización se encuentra aquí entre estas cuatro paredes —la voz se espesó—. Usted sabe que he matado al librero… está en los periódicos. Huyó y se refugió en las ruinas de una iglesia, pero le cogí con mis manos… Entonces dejé el libro en la tienda para que fuese leído, pero el único que lo cogió por equivocación fue el hombre que le trajo a usted aquí… ¡Necio! ¡Se volvió loco, y se acurrucó en un rincón cuando vio las bocas! Le dejé porque pensé que podría traerme a alguno de sus amigos, de los que se sumergen en los tabúes físicos y desperdician las auténticas experiencias, las regiones prohibidas para el espíritu. Pero sólo se puso en contacto con usted y le trajo aquí mientras yo me alimentaba. Hay alimento de vez en cuando: jovencitos que vienen en busca de libros en secreto; ¡se aseguran de que nadie sepa lo que leen!, y se les puede convencer para que lean las Revelaciones. ¡Imbécil! Ya no podrá traicionarme con sus tartamudeos… ¡Ah! Yo sabía que volvería usted. Y será mío.

Strutt apretó los dientes en silencio hasta que creyó que se le partía la mandíbula; se levantó, asintió, y tendió el volumen de las Revelaciones hacia la figura; estaba preparado para, cuando la mano cogiese el libro mayor, salir disparado de la oficina.

—No puede salir, se lo advierto; está cerrado con llave —el librero se meció sobre sus pies, pero no saltó hacia él; las sombras eran ahora despiadadamente claras, y el polvo fluctuaba en el silencio—. Usted no tiene miedo… parece calcular demasiado. ¿Es posible que no me crea aún? De acuerdo… —posó la mano en el pomo de la puerta que había detrás de la mesa—. ¿Quiere ver lo que queda de mi alimento?

En la mente de Strutt se abrió una puerta, y retrocedió ante lo que podía haber al otro lado.

—¡No! ¡No! —gritó.

La furia sucedió a esta involuntaria manifestación de temor; deseó tener un bastón para someter a la figura que le humillaba. A juzgar por su cara, pensó, y los abultamientos que llenaban su traje, era una persona obesa; si luchaban, vencería Strutt.

—¡Abra paso —gritó—; ya hemos jugado bastante! Usted me va a dejar salir o… —pero miró en torno suyo en busca de un arma. De repente pensó en el libro que todavía tenía en la mano. Agarró la caja de cerillas de encima de la mesa, detrás de la cual vigilaba la figura ominosamente impasible. Strutt encendió una cerilla, luego sostuvo las dos tapas con los dedos y sacudió al aire las páginas—. ¡Quemaré el libro! —amenazó.

La figura se puso tensa, y Strutt sintió frío ante su próximo movimiento. Acercó la llama al papel, y las páginas se enroscaron y carbonizaron tan rápidamente que Strutt sólo tuvo la sensación de una repentina llamarada y de que las sombras se hacían más móviles y macizas en las paredes, antes de sacudir las cenizas al suelo. Durante un instante, se miraron inmóviles el uno al otro. Tras las llamas, una oscuridad anegó los ojos de Strutt. A través de ella, vio cómo se desgarraba pesadamente el traje mientras se inflaba la figura.

Strutt se abalanzó contra la puerta de la oficina, que resistió la embestida. Dio un puñetazo y miró con un extraño desasimismamiento intemporal cómo saltaba en pedazos el cristal esmerilado; el acto parecía aislarle, como si toda acción quedara ajena a él. A través de los cuchillos de vidrio, en los que brillaban gotas de sangre, vio posarse los copos de nieve a través de una luz ámbar infinitamente lejana; demasiado lejana para pedir ayuda. El horror le invadió al sentirse dominado desde atrás. Al otro lado de la oficina, sonó un ruido; Strutt se volvió, y al hacerlo cerró los ojos, aterrado al enfrentarse con el motivo de tal ruido… pero cuando los abrió, vio por qué la sombra del cristal esmerilado del día anterior carecía de cabeza, y gritó. Al apartar la mesa y ver la enorme figura desnuda, de cuya superficie colgaban aún jirones del traje desgarrado, el último pensamiento de Strutt fue el de la absoluta convicción de que todo esto sucedía porque había leído las Revelaciones; en algún lugar, alguien había deseado que esto le sucediese a él. No estaba bien, él no había hecho nada por lo que mereciese esto… pero antes de poder gritar su protesta, se le cortó en seco la respiración, al descender unas manos sobre su rostro, y abrirse unas rojas bocas en sus palmas.

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