El Ultimo Festin del Arlequin

1.

Mi interés en la ciudad de Mirocaw se vio despertado cuando oí que se celebraba allí un festival anual que prometía incluir, hasta cierto punto, la participación de clowns entre sus otros elementos de espectáculo. Un antiguo colega mío, que ahora está agregado al departamento de antropología de una distante universidad, había leído uno de mis recientes artículos («La figura del clown en los medios de comunicación norteamericanos», Journal of Popular Culture) , y me escribió que recordaba vagamente haber leído o que le habían hablado de una ciudad en alguna parte en el estado que celebraba una especie de «Fiesta de los Locos» cada año, y pensaba que esto me podría interesar para mi peculiar línea de estudio. Por supuesto, me interesaba más de lo que él tenía razón de pensar, tanto para mis metas académicas en esta área de estudio como para mis objetivos personales.

Aparte mi labor de enseñanza, durante algunos años me había dedicado a varios proyectos antropológicos con la principal ambición de articular el significado de la figura del clown en diversos contextos culturales. Cada año, durante los últimos veinte años, había asistido a los festivales precuaresma que se celebran en varios lugares por todo el sur de los Estados Unidos. Cada año aprendía algo más relativo a los esoterismos de la celebración. En esos estudios era también un participante: además de hacer mi papel como antropólogo, ocupaba también un lugar detrás de la máscara de clown. Y me encantaba este papel como si no hiciera ninguna otra cosa en la vida. Para mí el título de clown siempre había traído connotaciones nobles. Era un hábil bufón, lo cual no dejaba de ser sorprendente, y siempre me había enorgullecido de las habilidades que tan diligentemente me esforzaba en desarrollar.

Escribí al Departamento de Estado de Espectáculos, indicando qué información deseaba y exponiendo una entusiasta urgencia que brotaba de forma natural en mí cada vez que abordaba ese tema. Muchas semanas más tarde recibí un sobre manila impreso con un logotipo del gobierno. Dentro había un panfleto que catalogaba todas las festividades estacionales de las cuales el estado tenía noticia oficial, y observé que había tantas a finales de otoño y durante el invierno como en las estaciones más calurosas. Una carta insertada dentro del panfleto me explicaba que, según sus voluminosos registros, no se celebraba en la ciudad de Mirocaw ningún festival que estuviera oficialmente registrado. Sus archivos, sin embargo, estaban a mi disposición si consideraba pertinente investigar este u otros asuntos similares en conexión con algún proyecto definido. En el momento en que se me hizo este ofrecimiento yo estaba trabajando ya en tantos proyectos profesionales y personales que me limité a depositar el sobre y su contenido en un cajón, para no volver a consultarlo nunca.

Algunos meses más tarde, sin embargo, hice una impulsiva digresión de mis responsabilidades y, un poco al azar, tomé el proyecto de Mirocaw. Resultó que conducía hacia el norte una tarde a finales del verano con la intención de examinar algunos periódicos en la biblioteca de otra universidad. Una vez fuera de los límites de la ciudad, el escenario cambió a soleados campos y granjas, desviando mis pensamientos de las señales que había pasado en la autopista. Sin embargo, el investigador subconsciente que hay en mí debía de haberlos estado observando con estudioso atención. El nombre de una ciudad gravitó ante mi vista. Al instante el investigador recuperó ciertos datos de algún profundo cajón mental, y me encontré haciendo unos cuantos cálculos rápidos acerca de si tenía tiempo y motivación suficiente para un pequeño desvío inquisitivo. Pero el aviso de salida fue más rápido de lo esperado en aparecer, y pronto me encontré abandonando la autopista, recordando el cartel junto a ella que indicaba que la ciudad estaba tan solo a once kilómetros al este.

Esos once kilómetros incluían varios giros desorientadores, la toma obligada de una ruta alternativa temporal, y un destino ni siquiera visible hasta superar una pronunciada cuesta. En el descenso otro indicador me informó que estaba dentro de los límites de la ciudad de Mirocaw. Algunas casas dispersas en las afueras de la ciudad fueron las primeras estructuras que encontré. Más allá de ellas el número indicador de la carretera se convertía en Townshend Street, la avenida principal de Mirocaw.

La ciudad me impresionó como mucho más grande, una vez estuve dentro de sus límites, de lo que parecía ser desde el alto antes de llegar a ella. Vi que el campo que la rodeaba, formado por colinas, era también un rasgo interno de Mirocaw. Aquí, sin embargo, el efecto era diferente. No parecía que las distintas partes de la ciudad se adhirieran muy bien las unas a las otras. Esto parecía deberse a su topografía irregular. Detrás de algunas de las viejas tiendas del distrito comercial se habían erigido casas de inclinado techo en pronunciadas cuestas, de modo que sus crestas parecían estar a una extraordinaria altura por encima de los edificios inferiores. Y debido a que los cimientos de estas casas no se veían, daban la ilusión de hallarse precariamente suspendidas en el aire, amenazando con caerse en cualquier momento, o construidas con una elevación innatural con respecto a su anchura y masa. Esta situación creaba a su vez una extraña distorsión de la perspectiva. Los dos niveles de estructuras se superponían sin ofrecer una sensación de profundidad, de modo que las casas, debido a su mayor elevación y proximidad a los edificios anteriores, no parecían disminuidas de tamaño como deberían de ser los objetos de fondo. En consecuencia, predominaba en toda la zona una sensación plana, como en una fotografía. De hecho, Mirocaw podía compararse a un álbum de viejas instantáneas, en particular aquellas en las cuales la cámara se había movido en el proceso de tomarlas, haciendo que las imágenes aparecieran formando ángulo: una torre con el techo cónico, como un puntiagudo sombrero ligeramente ladeado, se asomaba por encima de las casas en una calle vecina; un cartel exhibiendo un grupo de sonrientes verduras inclinaba ligeramente su contenido hacia el oeste; los coches aparcados a lo largo de las empinadas aceras parecían volar hacia el cielo en el reflejo distorsionado de los escaparates de un comercio de todo a cinco y diez centavos; la gente avanzaba letárgicamente inclinada mientras caminaba arriba y abajo por las aceras; y en aquel soleado día la torre del reloj, que al principio confundí con el campanario de una iglesia, lanzaba una larga sombra que parecía extenderse hasta una distancia imposible y llegar hasta lugares improbables en su avance a través de la ciudad. Debería decir que quizá las disonancias de Mirocaw afectan de una forma más aguda mi percepción en retrospectiva de lo que lo hicieron aquel primer día, cuando mi principal preocupación era localizar el ayuntamiento o algún otro centro de información.

Aparqué junto a una esquina, me incliné en mi asiento, bajé el cristal de la portezuela del pasajero y llamé a un transeúnte.

—Disculpe, señor —dije. El hombre, andrajosamente vestido y muy viejo, se detuvo un momento sin acercarse al coche. Aunque al parecer había respondido a mi llamada, su vacua expresión no traicionó el menor indicio de que había captado mi presencia, y por un momento pensé que era solo una coincidencia el que se hubiera detenido en la acera al mismo tiempo que yo me dirigía a él. Sus ojos estaban enfocados en alguna parte más allá de mí, con una cansada expresión de imbecilidad. Al cabo de unos momentos siguió su camino y yo no hice nada por llamarlo de vuelta, aunque en el último segundo su rostro empezó a parecerme ligeramente familiar. Finalmente pasó alguien que pudo indicarme el camino al ayuntamiento y centro de la comunidad de Mirocaw.

El ayuntamiento resultó ser el edificio con la torre del reloj. Dentro me detuve ante un mostrador detrás del cual trabajaban algunas personas sentados frente a otros tantos escritorios y recorriendo arriba y abajo el pasillo del fondo. En una pared había un cartel de la lotería del estado: un muñeco de resorte brotando de una caja de sorpresa con las manos llenas de billetes verdes. Al cabo de unos momentos una mujer alta de mediana edad acudió al mostrador.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó con voz neutra y burocrática.

Le expliqué que había oído hablar del festival —sin decir nada de que era un académico curioso—, y le pregunté si podía proporcionarme más información o dirigirme a alguien que pudiera.

—¿Se refiere al que se celebra en invierno? —preguntó.

—¿Cuántos más se celebran?

—Solo este

—Entonces supongo que me refiero a este. —Sonreí como si compartiera un chiste con ella.

Sin más palabras se dirigió al pasillo del fondo. Mientras estaba ausente intercambié miradas con varias de las personas al otro lado del mostrador, que periódicamente alzaban la vista de su trabajo.

—Aquí está —dijo la mujer cuando regresó, y me tendió un papel que parecía el producto de una fotocopiadora barata. Por favor, venga a la diversión , decía en grandes letras. Desfiles , continuaba, mascarada callejera, bandas, lotería de invierno y la coronación de la Reina de Invierno . La página proseguía con la mención de un cierto número de acontecimientos variados. Leí de nuevo las palabras. Había algo en aquel implorante «por favor» que encabezaba el anuncio que hacía que todo el asunto pareciera una función de caridad.

—¿Cuándo se celebra? Aquí no dice cuándo tiene lugar el festival.

—La mayoría de la gente ya lo sabe. —Arrancó bruscamente el papel de mis manos y escribió algo en su parte inferior. Cuando me lo devolvió vi «19-21 dic.» escrito en tinta azul verdosa. Me sorprendió de inmediato el extraño sentido de la oportunidad por parte del comité del festival. Por supuesto, había sólidos antecedentes antropológicos e históricos para celebrar festividades alrededor del solsticio de invierno, pero las fechas de este acontecimiento en particular no parecían enteramente prácticas.

—Si no le importa que se lo pregunte, ¿no son estos días algo conflictivos en relación con la habitual temporada de fiestas? Quiero decir, por esta época la mayoría de gente se está preparando para las Navidades.

—Es solo la tradición —dijo, como invocando algún venerable linaje detrás de sus palabras.

—Eso es muy interesante —murmuré, tanto para mí como para ella.

—¿Desea algo más? —preguntó.

—Sí. ¿Podría decirme si este festival tiene algo que ver con clowns? Tengo entendido que hay algo relativo a una mascarada.

—Sí, por supuesto que hay gente… disfrazada. Yo nunca he participado en ello, pero…, sí, podría decirse que hay clowns.

En aquel punto mi interés se había despertado de forma definitiva, pero no estaba seguro de hasta cuán lejos quería proseguir mi indagación. Le di las gracias a la mujer por su ayuda y pregunté el mejor camino para volver a la autopista, puesto que no deseaba volver siguiendo la misma laberíntica ruta por la que había entrado en la ciudad. Regresé a mi coche con un montón de medio formuladas preguntas, y casi la misma cantidad de vagas y conflictivas respuestas, hirviendo en mi mente.

Las indicaciones que me dio la mujer exigían pasar por el extremo sur de Mirocaw. No había mucha gente en las calles por esta sección de la ciudad. La poca que vi, caminando letárgicamente por una manzana de destartaladas tiendas, exhibía el mismo tipo de expresión y actitud solitarias que el viejo al que le había preguntado antes. Debía de estar atravesando una arteria central de aquella zona, porque a cada lado se abrían calle tras calle de mal cuidados patios y casas encorvadas por la edad y la indiferencia. Cuando me detuve en un cruce, uno de los ciudadanos de aquel suburbio pasó frente a mi coche. Su delgada, lenta y asexuada persona se volvió hacia mí y se rio afrentosamente con una boca tensa y pequeña, pero no parecía estar mirando a nadie en particular. Tras recorrer unas cuantas calles más, llegué a una carretera que conducía de vuelta a la autopista. Me sentí mucho más cómodo tan pronto como me encontré viajando de nuevo a través de las extensiones de granjas empapadas por el sol.

Alcancé la biblioteca con tiempo más que suficiente para mi investigación, y así decidí aprovechar y ver qué material podía encontrar que iluminara el festival de invierno que se celebraba en Mirocaw. La biblioteca, una de las más antiguas del estado, incluía en su fondo toda la colección del Courier de Mirocaw. Pensé que aquel sería un lugar excelente por donde empezar. Pronto descubrí, sin embargo, que no había una forma fácil de buscar información de aquel periódico, y no deseaba emprender una búsqueda a ciegas de artículos relativos a un tema específico.

Entonces recurrí a los más organizados periódicos de las ciudades más grandes de la misma región, que incidentalmente comparten su nombre con el de Mirocaw. Descubrí muy poco sobre la ciudad, y casi nada relativo a su festival, excepto un artículo muy general sobre los acontecimientos anuales de la zona que erróneamente atribuía a Mirocaw el ser «una gran comunidad del Medio Este» que celebraba cada primavera una especie de jamboree étnico. Por lo que había observado ya, y por lo que posteriormente averigüé, los ciudadanos de Mirocaw eran sólidamente norteamericanos del Medio Oeste, probables descendientes en línea directa de algún grupo emprendedor de ciudadanos de Nueva Inglaterra del siglo pasado. Había un breve artículo dedicado a un acontecimiento mirocaviano, pero resultó ser simplemente la noticia del fallecimiento de una mujer anciana que había entregado plácidamente su vida por los alrededores de Navidad. De modo que volví a casa aquel día con las manos vacías sobre el tema de Mirocaw.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que recibiera otra carta de mi antiguo colega que me había impulsado a averiguar algo sobre Mirocaw y su festival. Resultó que había encontrado el artículo que había hecho despertar mi interés en una «Fiesta de los Locos» local. Este artículo había aparecido en una oscura publicación de estudios antropológicos de Amsterdam hacía veinte años. La mayoría de los artículos estaban en holandés, unos pocos en alemán, y solo uno estaba en inglés: «La última fiesta de Arlequín: Notas preliminares sobre un festival local». Era excitante, por supuesto, conseguir leer al fin este estudio, pero más excitante aún fue leer el nombre de su autor: el doctor Raymond Thoss.

2.

Antes de seguir debo mencionar algo acerca de Thoss, e inevitablemente acerca de mí mismo. Hace más de dos décadas, en mi alma mater en Cambridge, Massachusetts, Thoss fue mi profesor. Mucho antes de representar un papel en los acontecimientos que voy a describir, ya era una de las figuras más importantes en mi vida. Era una personalidad sorprendente, que influenciaba inevitablemente a todos aquellos que entraban en contacto con él. Recuerdo sus conferencias sobre antropología social, cómo convertía aquella penumbrosa sala en un brillante y profundo circo de erudición. Se movía de una manera sorprendentemente brusca. Cuando barría con su brazo para indicar algún término común en la pizarra a sus espaldas, uno sentía que estaba presentando nada más ni nada menos que algo de fantásticas cualidades y secreto valor. Cuando volvía a meterse la mano en el bolsillo de su vieja chaqueta, su momentánea magia quedaba de nuevo aparcada en el desgastado bolsillo, para ser recuperada a discreción del mago. Teníamos la sensación de que nos enseñaba más de lo que éramos capaces de aprender, y que él mismo estaba en posesión de un conocimiento mayor y más profundo del que podía llegar a impartir. En una ocasión tuve la audacia de ofrecer una interpretación —que de algún modo era opuesta a la suya— relativa a los clowns tribales de los indios hopi. Mis palabras implicaban que mi experiencia personal como clown amateur y mi especial devoción a este estudio me proporcionaban una penetración posiblemente más valiosa que la suya. Fue entonces cuando reveló, de forma casual y muy de pasada, que había actuado realmente en el papel de uno de esos locos tribales enmascarados y había celebrado con ellos la danza de las kachinas . Revelando estos hechos, sin embargo, consiguió no añadir más leña a la humillación que yo mismo me había infligido. Por lo cual me sentí terriblemente agradecido.

Las actividades de Thoss eran tales que a veces se convertía en tema de habladurías o de románticas especulaciones. Era un trabajador de campo por excelencia, y su habilidad para mezclarse con culturas y situaciones exóticas, consiguiendo así nuevas penetraciones donde otros antropólogos solo conseguían datos, era renombrada. En varias ocasiones en su carrera había habido rumores de que se había «vuelto nativo» al estilo de la leyenda de Frank Hamilton Cushing. Había indicios, que no siempre eran irresponsables o exaltados, de que estaba implicado en proyectos de extraño tipo, muchos de los cuales estaban enfocados en Nueva Inglaterra. Es un hecho que pasó seis meses fingiendo ser un paciente mental en una institución en el oeste de Massachusetts, reuniendo información sobre la «cultura» de los psíquicamente desequilibrados. Cuando se publicó su libro El solsticio de invierno: La noche más larga de una sociedad , la opinión general fue que era decepcionantemente subjetivo e impresionista y que, aparte las pocas emotivas pero «poéticamente oscuras» observaciones, no había nada en él que le proporcionara valor. Aquellos que defendían a Thoss afirmaban que era una especie de superantropólogo: aunque buena parte de su trabajo enfatizaba su propia mente y sensaciones, su experiencia había penetrado de hecho hasta un rico núcleo de datos objetivos que todavía tenía que revelar en un discurso objetivo. Como estudiante de Thoss, tendí a apoyar esta última estimación sobre él. Por una variedad de razones sostenibles y no sostenibles, creía que Thoss era capa de desenterrar estratos de la existencia humana hasta entonces inaccesibles. Así que fue gratificante al principio que su artículo titulado «La última fiesta de Arlequín» pareciera sostener al Thoss místico, y en un área que yo personalmente consideraba cautivadora.

No comprendí de inmediato buena parte del contenido del artículo, dadas las características de su autor y sus oscuridades a menudo estratégicas. A la primera lectura, el aspecto más interesante de aquel breve estudio —solo las «notas» abarcaban veinte páginas— era el talante general del texto. Las excentricidades de Thoss estaban definitivamente presentes en aquellas páginas, pero solo como una fuerza interior que se debatía y que se hallaba definitivamente contenida —encarcelada, me atrevería a decir— por los sombríos movimientos rítmicos de su prosa y por algunas oscuras referencias a las que acudía ocasionalmente. Dos referencias en particular compartían un tema común. Una era una cita de «El gusano conquistador» de Poe, que Thoss empleaba como un epígrafe un tanto sensacional. El tema del epígrafe, sin embargo, no tenía eco en ninguna otra parte del texto del artículo excepto en otra referencia de pasada. Thoss planteaba la bien conocida génesis de la moderna celebración de la Navidad, que por supuesto desciende de las Saturnalias romanas. Luego, dejando claro que todavía no había presenciado el festival de Mirocaw y solo había recogido su naturaleza a partir de varios informantes, establecía que también contenía muchos, incluso más abiertos, elementos de las Saturnalias. Luego hacía lo que me pareció una observación trivial y puramente lingüística, una que tenía menos que ver con su argumentación general que con el igualmente periférico epígrafe de Poe. Mencionaba brevemente una secta primitiva de gnósticos sirios que se hacían llamar «saturnianos» y creían, entre otras herejías religiosas, que la humanidad había sido creada por ángeles que a su vez habían sido creados por el Supremo Desconocido. Los ángeles, sin embargo, no poseían el poder de hacer de su creación un ser erecto, y por un tiempo esta se arrastró por la Tierra como un gusano. Finalmente, el Creador remedió este grotesco estado de cosas. En aquel momento supuse que la simbólica correspondencia del origen de la humanidad y su condición definitiva asociada con los gusanos, combinada con un festival a finales de año reconociendo la muerte invernal de la Tierra, era la esencia de la «intuición» thossiana, una observación poética pero científicamente sin ningún valor.

Otras observaciones que hacía sobre el festival de Mirocaw eran también estrictamente éticas; en otras palabras, estaban basadas en fuentes de segunda mano, testimonios de oídas. Incluso en aquella tesitura, sin embargo, tuve la sensación de que Thoss sabía más de lo que revelaba; y, como descubrí más tarde, había incluido de hecho información sobre algunos aspectos de Mirocaw que sugerían que se hallaba ya en posesión de algunas claves que por el momento se guardaba celosamente en el bolsillo. Por aquel entonces yo poseía también un revelador fragmento de conocimiento. Una nota al artículo sobre el «Arlequín» advertía al lector que aquel texto era solo un fragmento esbozado de una obra de mayor amplitud en preparación. Esa obra jamás fue vista por el mundo. Mi antiguo profesor no había publicado nada desde que se retirara de la circulación académica unos veinte años antes. Ahora sospechaba dónde había ido.

Porque el hombre al que detuve en las calles de Mirocaw y del que intenté obtener una orientación, el hombre con la desconcertante mirada letárgica, tenía un gran parecido con una versión supervieja del doctor Raymond Thoss.

3.

Y ahora tengo que hacer una confesión. Pese a mis razones para mostrarme entusiasta acerca de Mirocaw y sus misterios, en especial con respecto a su relación con Thoss y con mis más profundas inquietudes como investigador, contemplé los días que se abrían ante mí con solo una sensación de frío aturdimiento y a menudo de profunda depresión. Sin embargo, no tenía ninguna razón para sorprenderme de este estadio emocional, que tenía poca relevancia con respecto a los acontecimientos externos de mi vida sino que estaba determinado por las condiciones internas que actuaban según sus propias y completamente enigmáticas estaciones y ciclos. Durante muchos años, al menos desde mis días universitarios, había sufrido esta oscura enfermedad, en cuyo recurrente abatimiento estaba sepultado cuando llegaba el momento en que el suelo se enfriaba y se quedaba desnudo y los cielos se llenaban de sombras. Sin embargo, proseguí adelante con mis planes, aunque un tanto mecánicamente, de visitar Mirocaw durante los días de su festival, porque supersticiosamente esperaba que esta actividad pudiera disminuir el peso de mi desesperanza estacional. En Mirocaw había desfiles y fiestas y la oportunidad de ser un clown una vez más.

Practiqué mi arte durante las semanas previas, perfeccionando incluso un nuevo acto de magia prestidigitadora, que era mi plato fuerte en bufonadas. Hice limpiar mis trajes, compré nuevo maquillaje, y estuve listo. Recibí permiso de la universidad para cancelar algunas de mis clases antes de las vacaciones de Navidad, explicando la naturaleza de mi proyecto y la necesidad de llegar a la ciudad unos pocos días antes de que empezara el festival, a fin de hacer algunas investigaciones preliminares, establecer informadores y demás. En realidad, mi plan era posponer mis indagaciones formales hasta después del festival e implicarme de lleno por anticipado en tantas de sus actividades como fuera posible. Por supuesto, durante todo este tiempo mantendría un diario.

Sin embargo, había una fuente que deseaba consultar. Regresé específicamente a aquella biblioteca para examinar los números del Courier de Mirocaw del diciembre de hacía dos décadas. Una historia en particular confirmó un detalle del artículo del «Arlequín» de Thoss, aunque el acontecimiento objeto de la crónica debió de haber tenido lugar después de que Thoss escribiera su estudio.

La historia del Courier apareció dos semanas después de que terminara el festival de aquel año, y se refería a la desaparición de una mujer llamada Elizabeth Beadle, esposa de Samuel Beadle, propietario de un hotel en Mirocaw. La autoridades del lugar especularon que se trataba de otro caso de los «suicidios de las fiestas» que parecían producirse con sorprendente regularidad estacional en la región de Mirocaw. Thosn documentaba este fenómeno en su estudio del «Arlequín», aunque sospecho que por aquellos días esas muertes debían ser categorizadas simplemente bajo el epígrafe de «desórdenes afectivos estacionales». En cualquier caso, las autoridades buscaron en un medio helado lago cerca de las afueras de Mirocaw, donde habían hallado varios suicidas que habían tenido éxito en su intento en años anteriores. Este año, sin embargo no se descubrió ningún cuerpo. Junto con el artículo había una foto de Elizabeth Beadle Incluso en la granulosa reproducción uno podía detectar una cierta vibración y vitalidad en el rostro de la señora Beadle. Que una hipótesis como la de «suicidio de las fiestas» fuera planteada con tanta facilidad para explicar su desaparición pareció extraño y en cierto modo injusto.

Thoss, en su breve artículo, escribía que cada año se producían cambios de tipo moral o espiritual que parecían afectar a Mirocaw junto con la habitual metamorfosis de invierno. No era preciso sobre su origen o naturaleza, pero afirmaba, en su forma típicamente desconcertante, que el efecto de esta «subestación» en la ciudad era llamativamente negativo. Además del número de suicidios registrados durante este tiempo, había también un aumento en el tratamiento de dolencias «hipocondríacas», que era como los médicos de hacía veinte años definían esos casos en sus discusiones con Thoss. Este estado de cosas empeoraba gradualmente y alcanzaba al final su clímax durante los días previstos para el festival de Mirocaw. Thoss especulaba que dada la naturaleza reservada de las ciudades pequeñas, la situación era probablemente mucho más intensa de lo que una investigación casual podía revelar.

La conexión entre el festival y su insidioso clima subestacional en Mirocaw era un punto sobre el cual Thoss no llegaba a ninguna conclusión definitiva. Escribía, sin embargo, que había dos «aspectos climáticos» que tenían una existencia paralela en la historia de la ciudad hasta donde los registros disponibles podían documentar. Una historia de finales del siglo XIX del condado de Mirocaw habla de la ciudad por su nombre original de Nueva Colstead, y castiga a sus ciudadanos por celebrar una «fiesta impúdica y desalmada» con exclusión de las habituales prácticas navideñas. (Thoss comenta que el historiador había mezclado erróneamente dos aspectos distintos de la estación, cuya relación era esencialmente antagónica). El artículo del «Arlequín» no seguía al festival hasta su lejana aparición (era probable que esto no fuese posible), aunque Thoss hacía hincapié en la procedencia de Nueva Inglaterra de los fundadores de Mirocaw. En consecuencia el festival era importado de esta región y podía razonablemente extenderse al menos un siglo; es decir, si no había sido traído del Viejo Mundo, en cuyo caso sus raíces podían volverse indefinidas hasta que pudieran realizarse más investigaciones. Seguramente la alusión de Thoss a los gnósticos sirios sugería que esa última posibilidad no podía ser desechada por completo.

Pero parecía que el vínculo del festival con Nueva Inglaterra era lo que alimentaba las especulaciones de Thoss. Escribía sobre este fragmento de geografía como si fuera un lugar aceptable para terminar la indagación. Para él, las propias palabras «Nueva Inglaterra» parecían estar despojadas de toda connotación tradicional y habían llegado a implicar solamente una puerta a todo tipo de tierras, tanto conocidas como sospechadas, e incluso a edades más allá de la historia civilizada de la región. Habiendo sido educado parcialmente en Nueva Inglaterra, yo podía comprender en cierta medida su exageración sentimental, porque de hecho hay lugares que parecen arcaicos más allá de toda medida cronológica, parecen trascender estándares relativos de tiempo y alcanzar una especie de absoluta antigüedad que no puede ser sondeada de forma lógica. Pero no podía imaginar cómo esta vaga sugerencia se relacionaba con una pequeña ciudad del Medio Oeste. El propio Thoss observaba que los residentes de Mirocaw no traicionaban ninguna consciencia misteriosamente primitiva. Al contrario, parecían superficialmente ignorantes de la génesis de su diversión invernal. Sin embargo, el que una tradición así se hubiera mantenido a lo largo de los años, eclipsando incluso las convencionales fiestas de Navidad, revelaba una profunda consciencia del significado y la función del festival.

No puedo negar que lo que había averiguado del festival de Mirocaw inspiraba una trillada sensación de destino, especialmente dada la implicación de una figura tan importante de mi pasado como Thoss. Era la primera vez en mi carrera académica que me sabía mejor preparado que nadie para discernir el auténtico significado de unos datos dispersos, aunque solo pudiera atribuir esta autoridad especial a las circunstancias y al azar.

De todos modos, mientras permanecía sentado en aquella biblioteca una mañana de mediados de diciembre, dudé por un momento de lo juicioso de partir hacia Mirocaw en vez de regresar a casa, donde me aguardaba un rite de passage más familiar de la depresión de invierno. Mi plan original era evitar la cíclica melancolía que la estación imprimía en mí, pero parecía que esto era también parte de la historia de Mirocaw, solo que a una escala mucho más grande. Sin embargo, mi inestabilidad emocional era exactamente lo que más me cualificaba para ese trabajo de campo en particular, aunque el hecho no me llenara de orgullo ni de consuelo. Y retirarme hubiera sido negarme a mí mismo una oportunidad que quizá no volvería a ofrecérseme de nuevo. En retrospectiva, parece que no hubo ninguna resolución fortuita en la decisión que tenía que tomar. En definitiva, me dirigí a la ciudad.

4.

Poco después del mediodía del 18 de diciembre partí en coche hacia Mirocaw. Un escenario apagado, color tierra, se extendía en todas direcciones. Las nevadas de finales de otoño habían sido escasas, y solo algunas manchas blancas aparecían en los campos ya recolectados junto a la autopista. Las nubes eran grises y abundantes. Al pasar junto a una zona boscosa, observé las negras y deterioradas masas de los nidos abandonados aferrados a las retorcidas ramas desnudas. Creí ver unos pájaros negros deslizándose por el cielo encima de la carretera allá delante, pero solo eran hojas muertas que se agitaron en el aire a mi paso.

Me aproximé a Mirocaw desde el sur, entrando en la ciudad desde la dirección por la que la había abandonado en mi visita del verano anterior. Esto me condujo de nuevo a través de aquella parte de la ciudad que parecía existir en el lado equivocado de alguna gran barrera invisible que dividía la sección deseable de Mirocaw de la indeseable. Si el distrito me había parecido lívido bajo el sol de verano, a la tenue luz de aquella tarde de invierno degeneró en un pálido fantasma de sí mismo. Las frágiles tiendas y las deterioradas casas sugerían una región fronteriza entre el mundo material y el inmaterial, con una llevando sardónicamente la máscara de la otra. Vi unos cuantos flacos peatones que se volvieron cuando yo pasé por su lado, aunque al parecer no porque yo pasara, y seguí mi camino hacia la calle principal de Mirocaw.

Mientras conducía por la empinada cuesta de Townshend Street, descubrí que las vistas allí eran comparativamente agradables. Las calles de la ciudad estaban preparadas para el festival. Las farolas tenían sus postes adornados con ramas verdes, con las recientes yemas orgullosamente llamativas en una estación de letargo vegetal. En las puertas de muchas de las tiendas de Townshend había coronas de acebo, igualmente verdes pero evidentemente de plástico. Sin embargo, aunque no había nada inusual en este verdor tradicional de la estación, pronto se me hizo evidente que Mirocaw se había abandonado por completo a este particular símbolo de Navidad. Destacaba llamativamente en todas partes. Los escaparates de las tiendas y las casas estaban enmarcados con luces verdes, gallardetes verdes colgaban de las marquesinas, y los focos del Bar del Gallo Rojo eran faros verdes como pavos reales. Supuse que los residentes de Mirocaw deseaban estas decoraciones, pero el efecto era excesivo. Una extraña bruma esmeralda permeaba la ciudad, y los rostros parecían ligeramente reptilianos.

Por aquel entonces supuse que aquellas prodigiosas ramas verdes, coronas de acebo y luces de colores (aunque solo de un único color) demostraban una tendencia hacia los símbolos vegetales de la Navidad nórdica que inevitablemente se confundía con el festival de invierno de cualquier país septentrional del mismo modo que habían sido adoptados para la Navidad. En su artículo del «Arlequín», Thoss había hablado del aspecto pagano del festival de Mirocaw, comparándolo con el ritual de un culto de fertilidad, con probables conexiones a las divinidades chthonicas de algún momento en el pasado. Pero Thoss no había tenido en cuenta, como yo, que aquello era solo parte del significado del festival en su conjunto.

El hotel en el que había reservado habitación estaba situado en Townshend. Era un viejo edificio de ladrillo pardo, con una puerta en arco y una patética copia que pretendía dar la impresión de neoclasicismo. Hallé un lugar donde aparcar delante y dejé mis maletas en el coche.

Cuando entré el vestíbulo del hotel estaba vacío. Había pensado que quizás el festival de Mirocaw atraería suficientes visitantes como para al menos impulsar el negocio de aquel hotel, pero al parecer estaba equivocado. Hice sonar varias veces la campanilla, luego me recliné en el mostrador y me volví para contemplar un pequeño árbol de Navidad tradicionalmente adornado en una mesa cerca de la entrada. Estaba completo, con resplandecientes bolas frágiles como huesos, caramelos en miniatura, planos y sonrientes Santa Claus con los brazos abiertos, una estrella en la punta doblada curiosamente contra el delicado hombro de una de las ramas superiores, y luces de colores que brillaban surgiendo de bases en forma de flor. Por alguna razón, me pareció más bien lamentable.

—¿Puedo ayudarle en algo? —dijo una joven que salió de una habitación adyacente al vestíbulo.

Debí de quedármela mirando más bien intensamente, porque desvió la vista y pareció intranquila. No pude imaginar qué decirle y cómo explicar lo que estaba pensando. En persona irradiaba de inmediato un estremecedor brillo en su actitud y su expresión. Pero si aquella mujer no se había suicidado hacía veinte años, como había sugerido el artículo del periódico, tampoco había envejecido en todo ese tiempo.

—Sarah —llamó una voz masculina desde las invisibles alturas de una escalera. Un hombre alto de mediana edad bajó los escalones—. Creí que estabas en tu habitación —dijo el hombre, que supuse que era Samuel Beadle. Sarah, no Elizabeth, Beadle miró de soslayo en mi dirección para indicarle a su padre que estaba ocupándose del hotel. Beadle se disculpó en mi dirección y luego llevó a su hija a un aparte para hablar unos momentos con ella.

Sonreí y fingí que todo era normal, mientras intentaba permanecer al alcance de su conversación. Hablaban en tonos que sugerían que su conflicto era familiar: la superprotectora preocupación de Beadle respecto a lo que hacía su hija y la frustrada comprensión de Sarah de las restricciones que se le imponían. Terminada la conversación, Sarah se fue escaleras arriba, tras volverse un momento hacia mí para ofrecerme una pantomima facial de disculpa por la escena tan poco profesional que acababa de tener lugar.

—Ahora, señor, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó, casi exigió Beadle.

—Sí, tengo una reserva. En realidad he llegado un día antes, si eso no presenta ningún problema. —Di al hotel el beneficio de la duda de que su negocio había florecido en secreto.

—Ningún problema en absoluto, señor —dijo, tendiéndome el libro de registro y luego una llave color latón que colgaba de un disco de plástico con el número 44.

—¿Equipaje?

—Sí, está en mi coche.

—Le echaré una mano con él.

Mientras Beadle me instalaba en mi habitación del cuarto piso me pareció un momento oportuno de abordar el tema del festival, los suicidios de las fiestas y quizá, según su reacción, el destino de su esposa. Necesitaba a alguien que hubiera vivido muchos años en la ciudad y que pudiera iluminarme sobre la actitud de los mirocavianos hacia su estación de luces verde mar.

—Es perfecta —dije acerca de la limpia pero sombría habitación—. Con una hermosa vista. Puedo ver las brillantes luces verdes de Mirocaw desde aquí. ¿Está normalmente adornada así la ciudad? Es por el festival, supongo.

—Sí, señor, es por el festival —respondió mecánicamente.

—Imagino que probablemente va a recibir muchos más huéspedes de fuera de la ciudad en el próximo par de días.

—Es posible, sí. ¿Desea algo más?

—Sí, una cosa. Me pregunto si podría contarme algo acerca de las festividades.

—¿Como…?

—Bueno, ya sabe, los clowns y todo lo demás.

—Solo los clowns de aquí son los únicos que…, bueno, los escogidos, supongo que diría usted.

—No comprendo.

—Disculpe, señor. En estoy momentos tengo mucho trabajo. ¿Desea alguna otra cosa?

No pude pensar en nada en aquel momento para perpetuar nuestra conversación. Beadle me deseó una feliz estancia y se fue.

Deshice mis maletas. Además de la ropa habitual había traído también algunos de los objetos de mi guardarropa de clown. El comentario de Beadle de que los clowns de Mirocaw eran «escogidos» me hizo pensar en qué finalidad tenían exactamente aquellas mascaradas callejeras dentro del festival. La figura del clown había tenido tantos significados en distintas épocas y culturas. El alegre cuentachistes familiar a la mayoría de la gente es en realidad solo un aspecto de esta criatura proteica. Locos, jorobados, amputados y otros anormales eran considerados en su tiempo clowns naturales, eran escogidos para cumplir con un papel cómico que permitía a los demás verles como ridículos antes que como terribles recordatorios de las fuerzas del desorden en tu mundo. Pero a veces se requería un bufón no alegre para llamar la atención hacia este mismo desorden, como en el caso del morboso y honesto loco del rey Lear, que por supuesto fue finalmente colgado, y con él buena parte de su sabiduría de clown. Los clowns han representado a menudo papeles ambiguos y a veces contradictorios. Así, sabía lo suficiente como para no meterme osadamente en un disfraz y exclamar: «¡Aquí estoy de nuevo!».

El primer día en Mirocaw no me alejé mucho del hotel. Leí y descansé algunas horitas y luego cené en un restaurante cercano. Observé a través de la ventana junto a mi mesa cómo la noche de invierno convertía el suave resplandor verde de la ciudad en un nuevo color duro y casi totalmente nuevo a medida que contrastaba con la oscuridad. Las calles de Mirocaw me parecieron inusualmente concurridas para una pequeña ciudad por la noche. Sin embargo, no era el tipo de actividad que uno ve normalmente a medida que se acercan las fiestas navideñas. No era una multitud de alegres compradores cargados con bolsas de regalos. Sus brazos estaban vacíos, sus manos profundamente hundidas en sus bolsillos contra el frío, que sin embargo no les empujaba a la soledad de sus presumiblemente calientes casas. Les observé entrar y salir tienda tras tienda sin comprar nada; muchos comercios permanecían abiertos hasta tarde, e incluso los lugares que estaban cerrados habían dejado sus letreros de neón iluminados. Los rostros que pasaban junto a la ventana del restaurante solo estaban posiblemente rígidos por el frío, pensé; helados con el ceño fruncido y nada más. En la misma ventana vi el reflejo de mi propio rostro. No era el rostro de un adepto al clown; era fláccido y colgante y en aquel momento parecía el rostro de alguien algo menos que vivo. Fuera estaba la ciudad de Mirocaw, con sus calles alzándose y hundiéndose con una lunática severidad, sus ciudadanos llenando las aceras, su corazón bañado de verde: un campo de desafío profesional y personal más prometedor de lo que nunca había encontrado, y me sentía aburrido hasta el punto del temor. Me apresuré a volver a mi habitación del hotel.

«Mirocaw tiene otra frialdad dentro de su frío —escribí en mi diario aquella noche—. Otro conjunto de edificios y calles que existen detrás de la fachada visible de la ciudad como un mundo de vergonzosos callejones traseros». Seguí así durante aproximadamente una página, al final de la cual marqué una gran X. Luego me fui a la cama.

Por la mañana dejé el coche en el hotel y fui andando hacia el distrito comercial a unas pocas manzanas de distancia. Mezclarme con la buena gente de Mirocaw parecía lo más apropiado en aquel punto de mi estancia científica. Pero apenas empezaba a caminar Townshend arriba (las aceras estaban llenas de gente), un atisbo de alguien reemplazó de pronto mi improvisado plan por otro más específico e inmediato.
Entre la multitud, a unos quince pasos por delante de mí, vi a mi objetivo.

—Doctor Thoss —llamé.

Su cabeza casi pareció volverse y mirar hacia mí en respuesta a mi llamada, pero no pude estar seguro. Me abrí paso entre la gente cálidamente abrigada y con los cuellos rodeados por bufandas y pañuelos verdes, solo para descubrir que el objeto de mi persecución parecía seguir manteniendo la misma distancia de mí, aunque no supe si lo estaba haciendo deliberadamente o no. En la siguiente esquina, el abrigo oscuro de Thoss giró bruscamente a la derecha hacia una empinada calle que bajaba directamente hacia el dilapidado extremo sur de Mirocaw. Cuando llegué a la esquina miré calle abajo y pude verlo claramente desde arriba. También vi cómo conseguía mantenerse tan por delante de mí en medio de una multitud que había impedido mi propio avance. Por alguna razón la gente en la acera se abría paso para que pudiera avanzar entre ellos con facilidad, sin los habituales empujones a los cuerpos. No era una evitación física espectacular, aunque parecía pese a todo intencionada. Luchando contra el denso entramado de la gente, continué siguiendo a Thoss, perdiéndole de vista y recuperándole de nuevo.

Cuando alcancé el fondo de calle la gente se había reducido considerablemente, y tras caminar una o dos manzanas más me encontré siendo prácticamente el único peatón que caminaba detrás de una distante figura que esperaba que fuera todavía Thoss. Ahora caminaba muy rápidamente y de una forma que parecía que se había dado cuenta de mi persecución, aunque en realidad parecía como si estuviera conduciéndome a algún lado tanto como que yo le estaba siguiendo. Le llamé por su nombre unas cuantas veces más, con un volumen de voz que no podía dejar de oír, sabiendo que la sordera no era uno de los cambios que le habían sobrevenido; después de todo, no era un hombre joven, ni siquiera un hombre de mediana edad.

Thoss cruzó repentinamente en mitad de la calle. Dio unos cuantos pasos más y entró en un edificio de ladrillo sin ningún signo distintivo entre una tienda de licores y un taller de reparaciones de algún tipo. En el artículo del «Arlequín» Thoss había mencionado que la gente que vivía en esta sección de Mirocaw se ocupaba personalmente de sus propios negocios, y que estos eran propiedad casi exclusivamente de residentes en la zona. Pude creer perfectamente esta afirmación cuando contemplé aquellas pequeñas tiendas destartaladas, porque tenían el mismo aspecto gastado que su clientela. Pese a la formidable vulgaridad de aquellos edificios, seguí a Thoss hasta el cascarón de ladrillos que había sido, y posiblemente todavía era, un miserable figón.

Dentro estaba inusualmente oscuro. Incluso antes de que mis ojos se ajustaran sentí que no se trataba de un restaurante acogedoramente provisto de mesas y sillas —como el establecimiento donde había cenado la noche antes—, sino un lugar con solo unos cuantos muebles desordenados y muy frío. De hecho, parecía más frío que las invernales calles de fuera.

—¿Doctor Thoss? —llamé en dirección a la solitaria mesa cerca del centro de la larga estancia. Quizás había cuatro o cinco personas sentadas alrededor de la mesa, con algunas otras fundiéndose en la penumbra detrás de ellas. Dispersos sobre la mesa había algunos libros y papeles sueltos. Un hombre viejo sentado señalaba algo en los papeles delante de él, pero no era Thoss. A su lado había dos jóvenes cuyos saludables rasgos los distinguían del lúgubre cansancio de los otros. Me acerqué a la mesa y todos alzaron la vista hacia mí. Ninguno de ellos mostró el menor asomo de emoción excepto los dos jóvenes, que intercambiaron miradas culpables y preocupadas, como si acabaran de ser descubiertos en algún acto vergonzoso. Ambos se levantaron bruscamente de la mesa y echaron a correr hacia el oscuro fondo de la habitación, donde apareció un breve ramalazo de luz cuando salieron por una puerta trasera.

—Lo siento —dije tímidamente—. Creí ver a alguien que conocía entrar aquí.

No dijeron nada. De una habitación de atrás empezaron a emerger otros, sin duda interesados por la fuente de la conmoción. Al cabo de pocos momentos la estancia estaba llena con aquellas figuras como de vagabundos, todos ellos mirando de forma vacía en la penumbra. En aquel momento no me asustaron; al menos no temí que pudieran causarme algún daño físico. En realidad tuve lo sensación como si estuviera dentro de mis facultades el someterlos con facilidad a puñetazos, con sus grises y silenciosos rostros invitando casi a una sucesión de firmes golpes. Pero eran tantos.

Se deslizaron lentamente hacia mí en una masa que me hizo pensar en gusanos. Sus ojos parecían vacíos y desenfocados, y por un momento me pregunté si eran conscientes de mi presencia. Sea como fuere, yo era el centro hacia donde convergía su letárgico arrastrar de pies, con sus zapatos produciendo un suave sonido raspante sobre el desnudo suelo. Empecé a pronunciar un cierto número de apresuradas banalidades mientras seguían concentrándose sobre mí, con sus débiles e inesperadamente inodoros cuerpos apretándose contra el mío. (Ahora comprendo por qué la gente de las aceras parecía evitar instintivamente a Thoss). Unas piernas invisibles se enredaron con las mías; me tambaleé y recobré el equilibrio. Este repentino movimiento me despertó de una especie de trance hipnótico en el que debía de haber caído sin darme cuenta de ello. Había tenido intención de abandonar aquel deprimente lugar mucho antes de que los acontecimientos hubieran llegado a aquel punto, pero por alguna razón no podía enfocar mis intenciones con la suficiente fuerza para impulsarme a actuar. Mi mente había estado derivando lejos de allí mientras aquellas cosas esclavas se acercaban. En una repentina oleada de pánico empujé sus blandas filas y salí de aquel lugar a toda prisa.

El aire del exterior me revivió a mi estado de alerta anterior, e inmediatamente eché a andar con rapidez colina arriba. Ya no estaba seguro de no haber imaginado simplemente lo que había parecido, y al mismo tiempo no había parecido, un momento peligroso. ¿Habían sido dirigidos sus movimientos hacia un auténtico asalto, o simplemente estaban intentando intimidarme? Cuando llegué a la calle principal, teñida de verde, de Mirocaw, era incapaz de determinar exactamente lo que había ocurrido.

Las calles seguían llenas con una multitud de peatones, que ahora parecían más animados que hacía tan solo un rato. Había una especie de vitalidad que solo podía atribuirse a las inminentes festividades. Un grupo de jóvenes habían empezado a celebrarlas prematuramente y caminaban ruidosos por el centro de la calle, evidentemente ebrios. Por las risas y las bromas entre los ciudadanos aún sobrios llegué a la conclusión de que, al estilo del Mardi Gras, la embriaguez pública estaba dentro de las tradiciones de aquel festival de invierno. Busqué algo que indicara el inicio de la mascarada callejera, pero no vi nada: ningún Arlequín de brillantes colores y ningún Pierrot inmaculadamente blanco. Las ceremonias que se estaban preparando ahora, ¿eran las de la coronación de la Reina de Invierno? «La Reina de Invierno —escribí en mi diario—. Figura de fertilidad investida con los poderes simbólicos de resurrección y prosperidad. Elegida a la manera de la reina de la promoción en un instituto. Comprobar posible figura de consorte en la forma de un representante del submundo».

En las horas previas a la oscuridad del 19 de diciembre permanecí sentado en mi habitación del hotel y escribí y pensé y organicé. Las cosas no estaban yendo tan mal, teniéndolo todo en cuenta. La excitación de las fiestas que ascendía firmemente en las calles de debajo de mi ventana me estaba contagiando definitivamente. Me obligué a dormir un poco en anticipación a una larga noche. Cuando desperté, la fiesta anual de Mirocaw había empezado.

5.

Gritos, conmoción, alegría. Me dirigí soñoliento a la ventana y miré la ciudad. Parecía como si todas las luces de Mirocaw estuvieran encendidas, excepto en aquella sección al fondo de la colina que formaba parte del negro vacío del invierno. Y ahora el verdoso tinte de la ciudad era aún más pronunciado, y se extendía por todas partes como un gran arco iris verde que se hubiera fundido del cielo y hubiera permanecido, fosforescente, en la noche. En las calles había el resplandor de una primavera artificial. Las calles secundarias de Mirocaw vibraban de actividad: en una esquina cercana una banda de viento tocaba a todo pulmón; los coches hacían sonar sus bocinas y a veces eran invadidos por toda una multitud de carcajeantes peatones; un hombre emergió del Bar del Gallo Rojo, alzó los brazos al cielo y cacareó. Contemplé individualmente con atención a los celebrantes, buscando atuendos de clown. Pronto, para mi deleite, vi uno. El traje era rojo y blanco, con el gorro a juego, y el rostro pintado en noble alabastro. Casi parecía ser una encarnación en forma de clown de ese loco de la Navidad con barba blanca y botas negras.

Este loco en particular, sin embargo, no estaba recibiendo el afecto y el respeto concedido habitualmente a Santa Claus. Mi pobre colega clown estaba en medio de un círculo de celebrantes que lo empujaban de un lado para otro, arrojándolo de unas manos a otras. El objeto de este abuso parecía aceptarlo de una forma casi voluntaria, pero el pequeño juego parecía tener sin embargo un propósito humillante. «Solo los clowns de aquí son los únicos… escogidos», resonó la voz de Beadle en mi memoria. «Cogidos» parecía algo más próximo a la verdad.

Me enfundé en alguna ropa de abrigo y salí a las verdes y luminosas calles. No lejos del hotel tropecé con un personaje con una ancha sonrisa azul y roja y brillantes ropas colgantes. En realidad fue empujado contra mí por algunos jóvenes delante de un drugstore .

—Mira al fenómeno —dijo uno de ellos, obeso y borracho—. Mira caer al fenómeno.

Mi primera respuesta fue de furia, y luego de miedo cuando vi a otros dos flanqueando al borracho gordo. Caminaron hacia mí, y me tensé para una confrontación.

—Esto es una desgracia —dijo uno, sujetando blandamente el cuello de una botella de vino en su mano izquierda.

Pero no era a mí a quien hablaban; era al clown, que había sido empujado a la acera. Sus tres perseguidores le ayudaron a ponerse en pie con un brusco tirón y luego rociaron con vino todo su rostro. Me ignoraron por completo.

—Déjalo suelto —dijo el gordo—. Arrástrate, fenómeno. ¡Oh, huye!

El clown se alejó trotando y se perdió entre la multitud.

—Esperad un minuto —dije al camorrista trío, que había empezado a alejarse. Decidí rápidamente que con toda probabilidad sería inútil pedirles que me explicaran lo que acababa de presenciar, en especial en medio del ruido y la confusión de las festividades. De la manera más jovial que pude les propuse que fuéramos a algún lugar donde pudiera invitarles a los tres a algo. No pusieron ninguna objeción, y al cabo de un rato estábamos los cuatro apretados alrededor de una mesa en el Gallo Rojo.

Entre sorbo y sorbo les expliqué que era de fuera de la ciudad, lo cual por alguna razón les complació enormemente. Les dije que había cosas que no comprendía acerca de su festival.

—No creo que haya nada que comprender —dijo el gordo—. Es simplemente lo que ve,

Le pregunté acerca de la gente vestida de clown.

—¿Ellos? Son los fenómenos. Este año es su turno. Todo el mundo recibe su turno, El año que viene puede ser el mío. O el tuyo —añadió, señalando a uno de sus amigos al otro lado de la mesa—. Y cuando descubrimos quién es uno…

—No eres lo bastante listo para eso —dijo desafiante el fenómeno potencial.

Aquel era un punto importante: el hecho de que los individuos que representaban el papel de clown permanecían, o al menos intentaban permanecer, anónimos. Esta disposición podía ayudar a extirpar las inhibiciones que podía tener un residente de Mirocaw acerca de abusar de su propio vecino o incluso de un familiar. Por lo que más tarde observé, la extensión de este abuso no iba más allá de una especie de jocosa rudeza,

Y aún así eran solo los ocasionales grupos de camorristas los que realmente se aprovechaban de este aspecto del festival, la mayoría de los ciudadanos se contentaban con mantenerse al margen.

Aparte de iluminar el significado de esta costumbre, mis tres jóvenes amigos resultaron completamente inútiles. Para ellos era tan solo una diversión, como imagino que lo era para la mayoría de mirocavianos. Esto era comprensible. Supongo que la persona media no sería capaz de explicar exactamente cómo la profundamente familiar fiesta de Navidad llegaba a celebrarse en su forma actual.

Abandoné solo el bar, un poco afectado por las bebidas que había consumido allí. Fuera proseguía la alegría general. De varios lugares brotaba una fuerte música, Mirocaw se había transformado enteramente de una pequeña ciudad tranquila en un enclave de Saturnalia dentro de la oscura inmensidad de una noche de invierno. Pero Saturno es también el símbolo planetario de la melancolía y la esterilidad, un choque de opuestos contenido dentro de una sola palabra. Y mientras caminaba medio ebrio calle abajo, descubrí que había un conflicto dentro del propio festival de invierno. Este descubrimiento parecía ser esa llave secreta que Thoss había retenido en su estudio de la ciudad. Sorprendentemente, fue a través de mi poca familiaridad con la naturaleza externa del festival que llegué a conocer su auténtica naturaleza.

Me estaba mezclando con la gente de la calle, disfrutando cálidamente de la confusión a mi alrededor, cuando vi una criatura extrañamente diseñada demorarse en la esquina de delante. Era uno de los clowns de Mirocaw. Sus ropas eran ajadas e inclasificables, casi al estilo de un clown tipo vagabundo, pero no lo suficientemente exageradas. El rostro, sin embargo, compensaba la falta de lustre del traje. Nunca había visto una concepción tan extraña para la cara de un clown. La figura estaba de pie debajo de una farola, y cuando volvió la cabeza en mi dirección comprendí por qué me parecía familiar. La delgada, calva y pálida cabeza; los amplios ojos; los rasgos ovalados que tanto se parecían a la criatura que gritaba con su rostro como una calavera en ese famoso cuadro (me falla la memoria). Su imitación de clown rivalizaba con el original sugiriendo estremecedores reinos de abyecto horror y desesperación: un parecido inhumano más propio de algo bajo tierra que encima de ella.

Desde el primer momento que vi a la criatura pensé en aquellos habitantes del gueto al fondo de la colina. Su actitud tenía la misma nauseabunda pasividad y languidez. Quizá si yo no hubiera estado bebiendo antes no me hubiera mostrado tan atrevido como para emprender la acción que emprendí. Decidí unirme a una de las principales tradiciones del festival de invierno, porque me irritaba ver aquel morboso impostor de clown de pie allí. Cuando alcancé la esquina me lancé riendo contra la criatura. —«¡Hey!»—, que tropezó hacia atrás y acabó en la acera. Me reí de nuevo y miré a mi alrededor en busca de la aprobación de los celebrantes en mis inmediaciones. Nadie sin embargo pareció apreciar o siquiera reconocer lo que había hecho. No se rieron conmigo ni señalaron divertidos, sino que se limitaron a pasar, quizás andando un poco más aprisa hasta que estuvieron a una distancia prudencial de aquel incidente en la esquina. Me di cuenta al instante que había violado alguna regla tácita de comportamiento, aunque creía que mi acción estaba dentro de la práctica común. Se me ocurrió la idea de que tal vez podía ser detenido y perseguido por lo que en cualquier otra circunstancia era ciertamente un acto criminal. Me di la vuelta para ayudar al clown a ponerse de nuevo en pie, esperando redimir de alguna forma mi ofensa, pero la criatura había desaparecido. Eché a andar solemnemente alejándome de la escena de mi inadvertido crimen y busqué otras calles lejos de sus testigos.

Vagué por las varias calles traseras de Mirocaw, haciendo una cansada pausa en un punto para sentarme en una pequeña tienda de bocadillos llena de clientes en una esquina. Pedí una taza de café para revivir mi alcoholizado sistema. Mientras calentaba mis manos en la taza y sorbía lentamente el café, observé a la gente que pasaba por delante de la ventana. Era ya pasada la medianoche, pero el denso fluir de transeúntes no daba la menor indicación de que nadie tuviera intención de irse pronto a casa. Un carnaval de perfiles desfiló por delante de mí, y me contenté simplemente en permanecer sentado allí y observar, hasta que finalmente uno de esos rostros me hizo sobresaltar. Era aquel horripilante pequeño clown al que había empujado antes. Pero aunque su rostro me era familiar en su horrible aspecto, había algo diferente en él. Y me pregunté si no habría dos de aquellos horribles fenómenos.

Tras pagar rápidamente al hombre en el mostrador, salí para echar una segunda mirada al clown, que ahora no estaba a la vista en ninguna parte. La densa multitud me impedía perseguir su figura con la velocidad que hubiera querido, y me pregunté cómo el clown podía haberse abierto camino tan fácilmente. A menos que la multitud hubiera permitido instintivamente a esa criatura que pasara sin ser molestada por entre sus apretadas filas, como había hecho con Thoss. En el proceso de buscar aquel fenómeno en particular, descubrí que intercalados entre la población celebrante de Mirocaw, que incluía a los clowns confirmados del festival, había no uno o dos, sino un número considerable de esas pálidas criaturas parecidas a espectros. Y todas ellas derivaban por las calles sin ser molestadas ni siquiera por los más camorristas de los celebrantes. Entonces comprendí uno de los tabús del festival. Esos otros clowns no debían ser molestados y debían ser evitados, como lo eran los residentes del arrabal en el borde de la ciudad. Sin embargo, tuve indistintamente la sensación de que los dos grupos de clowns eran identificados de alguna forma los unos con los otros, aunque los clowns del gueto no eran bienvenidos al festival de invierno de Mirocaw. De hecho, simplemente no formaban parte de la comunidad y celebraban la estación a su propia manera. Según todas las apariencias, este grupo de melancólicos mimos constituían ni más ni menos que un festival enteramente distinto…, un festival dentro de un festival.

De regreso a mi habitación, anoté mis suposiciones en el diario que mantenía de esta aventura. Lo siguiente son algunos extractos:

Los residentes de Mirocaw hacen una supersticiosa exhibición con respecto a esa gente del arrabal, particularmente cuando más tarde aparecen con esos horribles rostros que significan su propio festival. ¿Cuál es la relación entre estas celebraciones simultáneas? ¿Precedió la una a la otra? Y si es así, ¿cuál? Mi opinión respecto a este punto —y no es concluyente— es que el festival de invierno de Mirocaw es la manifestación posterior, que apareció después del festival de estos deprimentemente pálidos clowns, a fin de cubrirlos o mitigar su efecto. Acuden a mi mente los suicidios de las fiestas, y el subclima del que escribió Thoss, y la desaparición de Elizabeth Beadle hace veinte años, y mi propia experiencia con este clan de parias que existe fuera y sin embargo dentro de la comunidad. De mi propia experiencia con esta emocionalmente nociva subestación no voy a hablar en este momento. Todavía no soy capaz de decir si mi habitual melancolía invernal es o no la causa. En el tema general de la salud mental, debo tomar en consideración el libro de Thoss acerca de su estancia en un hospital psiquiátrico (en Massachusetts occidental, estoy casi seguro de ello. Comprobar su libro y las raíces de Nueva Inglaterra de Mirocaw). El solsticio de invierno es mañana, en algún momento pasada la medianoche (¡qué confusos se están volviendo estos días y noches!). Por supuesto, este es el día del año en que las horas nocturnas superan las horas diurnas en su mayor margen. Observen que esto tiene que ver con los suicidios y un aumento de los desórdenes psíquicos. Recordando la lista de suicidios documentados de Thoss de su artículo, parecía haber una recurrencia de nombres específicos de familias, lo cual no deja de ser posible en cualquier tipo de datos recogidos en una ciudad pequeña. Entre esos nombres había un Beadle o dos. Quizá pues haya una base genealógica para los suicidios que no tiene nada que ver con el subclima místico de Thoss, lo cual es una idea colorista, por supuesto, y que parece encajar con esta ciudad con varios aspectos externos e internos, pero no es un concepto que pueda ser sostenido. Una cosa que parece segura, sin embargo, es la división de Mirocaw en dos tipos muy distintos de ciudadanos, lo cual da como resultado dos festivales y la aparición de clown similares, un término ahora usado en un sentido extremadamente amplio. Pero hay una conexión, y creo tener alguna idea de cuál es. Dije antes que los residentes normales de la ciudad ven a los del gueto, y especialmente a sus figuras de clown, con superstición. Sin embargo es más que eso: es miedo, quizás una especie de odio, el tipo particular de odio resultante de algún poderoso recuerdo irracional. Creo que puedo comprender muy bien lo que amenaza a Mirocaw. Recuerdo el incidente de antes, hoy mismo, en aquel figón vacío. «Vacío» es la palabra adecuada aquí, pese a su contradicción de hecho. La congregación en aquella medio iluminada estancia formaba menos una presencia que una ausencia, incluso considerando su opresivo número. Esos ojos que no se enfocaban ni podían enfocarse en nada, la laxitud de sus rostros, la perezosa marcha de sus pies. Me sentí espiritualmente drenado cuando salí corriendo de allí. Luego comprendí por qué eran evitados aquella gente y sus actividades. No puedo cuestionar la sabiduría de esos mirocavianos ancestrales que iniciaron la tradición del festival de invierno y dieron a la ciudad un pretexto para la celebración y la relación social en una época en que las consecuencias del aislamiento eran más severas, esos largos y oscuros días del solsticio. El talante de la jovialidad de la Navidad no era a todas luces suficiente para contrarrestar la amenaza de esta estación. Pero aún así están todavía los suicidios de individuos que de alguna forma están aislados, imagino, de las vitalizantes actividades del festival.

Es la naturaleza de esta insidiosa subestación lo que parece determinar las formas externas del festival de invierno de Mirocaw: el optimista verdor en un período de gris somnolencia; la fértil promesa de la Reina de Invierno; y, lo más interesante para mí, los clowns. Los brillantes clowns de Mirocaw que tan mal son tratados; parecen servir como figuras sustituías de esos mimos de ojos oscuros de los arrabales. Puesto que esos últimos son temidos por algún poder o influencia que poseen, pueden ser simbólicamente enfrentados y conquistados a través de sus contrapartidas, que son elegidos precisamente para esta función. Si tengo razón sobre esto, me pregunto hasta qué punto existe una consciencia entre la población de la ciudad de este indirecto espectáculo de agresión. Esos tres jóvenes con los que hablé esta noche no parecen poseer la menor idea más allá de ver que existe una cierta cantidad de robusta diversión en la tradición del festival. Por eso precisamente, ¿cuánta más idea hay al otro lado de esos dos festivales antagónicos? Es demasiado horrible pensar en algo así, pero debo hacerlo, porque pese a su aparente falta de objetivo esos habitantes del gueto no son los únicos que saben de qué va la cosa. No se puede negar que detrás de esas inhumanas expresiones fláccidas parece existir una especie de aborrecible inteligencia.

Ahora me doy cuenta de la confusión de mi actual estado, pero mientras iba de calle en calle esta noche, observando a esos clowns de boca ovalada, no podía evitar el sentir que toda la diversión en Mirocaw era algo permitido tan solo por su sufrimiento. Espero que eso no sea más que una extravagante intuición thossiana, el tipo de idea que es curiosa y provoca el pensamiento sin siquiera obtener el beneficio de la prueba. Sé que mi mente no está enteramente lúcida, pero tengo la sensación de que es posible penetrar en las muchas complejidades de Mirocaw e iluminar el lado oculto de la estación del festival. Debo buscar en particular el significado del otro festival. ¿Es también algún tipo de celebración de fertilidad? Por lo que he visto, el tenor de este subgrupo «celebrante» es de antifertilidad, en todo caso. ¿Cómo han conseguido impedir morir por completo a lo largo de los años? ¿Cómo mantienen su número?

Pero estaba demasiado cansado para seguir formulando mis torpes especulaciones. Me dejé caer sobre mi cama, y pronto estaba sumido en sueños de calles y rostros.

6.

Por supuesto, tenía una ligera resaca cuando desperté a última hora de la mañana siguiente. El festival todavía seguía ahí fuera, y la chillona música me arrancó de una pesadilla. Era un desfile. Un cierto número de carrozas descendía por Townshend, con un color familiar predominante. Había temas de peregrinos e indios, de cowboys e indios, y de clowns de un tipo ortodoxo. En medio de todo aquello estaba la Reina del Invierno en persona, helándose sobre un helado trono. Saludaba con la mano en todas direcciones. Incluso imaginé que saludaba a mi oscura ventana.

En los primeros y aturdidos momentos de mi despertar no sentí la menor simpatía hacia mi excitación de la noche anterior. Pero descubrí que mi anterior entusiasmo simplemente se había quedado dormido, y pronto regresó con una aún mayor intensidad. Nunca antes habían estado mi mente y mis sentidos tan activos durante esta habitual época inerte del año. En casa hubiera estado escuchando viejas grabaciones lúgubres y mirando mucho por la ventana. Me sentí terriblemente agradecido, de una forma completamente abstracta, por mi compromiso hacia una manía significativa. Y me sentí ansioso de volver al trabajo después de tomar un ligero desayuno en la cafetería.

Cuando volví a mi habitación descubrí que la puerta no estaba cerrada con llave. Y había algo escrito en el espejo del tocador. Las letras eran rojas y grasientas, como si hubieran sido escritas con un lápiz de maquillaje de clown…, el mío, no tardé en darme cuenta. Leí la frase, o más bien debería decir el acertijo , varias veces: «¿Qué se entierre a sí mismo antes de estar muerto?». Lo estuve contemplando durante largo rato, muy estremecido ante lo vulnerable que eran mis fortificaciones de fiesta. ¿Se suponía que era una advertencia de algún tipo? ¿Una amenaza de que si persistía en seguir algún caminos podía terminar prematuramente enterrado? Tendría que ser cuidadoso, me dije. Mi resolución fue no dejar que nada me desviara de la inspirada estrategia que había concebido. Limpié el espejo, porque ahora lo necesitaba para otras cosas.

Pasé el resto del día diseñando un traje especial y la cara adecuada para ir con él. Así fácilmente mi abrigo con uno o dos bolsillos desgarrados y un surtido completo de manchas. Combinado con unos tejanos azules y un par de zapatos más bien gastados, era un atuendo pasable para un vagabundo. El rostro, sin embargo, fue más difícil, porque tenía que experimentar de memoria. Conjurar una imagen mental del gritante Pierrot de aquel cuadro ( El grito , ahora lo recuerdo) me ayudó bastante. A la caída de la noche salí del hotel por la escalera de atrás.

Era extraño caminar por la concurrida calle con aquel tosco disfraz. Aunque creía que iba a ser muy llamativo, la experiencia resultó ser casi, imaginé, de una completo invisibilidad. Nadie me miraba cuando yo pasaba junto a ellos, o cuando ellos pasaban junto a mí, o cuando nos pasábamos los unos a los otros. Era un fantasma…, quizás el fantasma de pasados festivales, o de aquellos aún por venir.

No tenía una idea muy clara de adónde iba a llevarme mi disfraz aquella noche, solo vagas expectativas de ganarme la confianza de mis colegas espectros y posiblemente de alguna forma llegar a conocer sus secretos. Durante un rato vagué simplemente por ahí en aquella forma lánguida que había aprendido de ellos, siguiendo su ejemplo en todas las formas que podían indicar. Y en su mayor parte esto significaba no hacer casi nada y hacerlo en silencio. Si pasaba uno de los míos por la acera no había ninguna palabra, ningún intercambio de miradas, ningún reconocimiento en absoluto que yo pudiera discernir. Estábamos allí en las calles de Mirocaw para crear una presencia y para nada más. Al menos así era como me sentía al respecto. Mientras iba de un lado para otro con mi incorpórea invisibilidad, me sentí cada vez más como una forma vacía, flotante, viendo sin ser visto y caminando sin la interferencia de esas criaturas más groseras que compartían mi mundo. No era una experiencia carente por completo de interés o incluso de placer. La ceremonia del clown de «aquí estamos de nuevo» adquiría un nuevo significado para mí mientras me sentía un novicio de una más rarificada orden de arlequinado. Y muy pronto se presentó la oportunidad de hacer progresos a lo largo de ese camino.

Yendo en dirección opuesta, calle abajo, pasó lentamente una camioneta de plataforma, apartando suavemente el mar de zigzagueantes ciudadanos. La carga en la parte de atrás de la camioneta era curiosa, porque estaba formada enteramente por mis colegas de secta. Al final de la manzana la camioneta se detuvo y otro de ellos subió por la puerta trasera. Una manzana más abajo vi subir a otro. Entonces la camioneta dio media vuelta en un cruce y se encaminó en mi dirección.

Me detuve en el bordillo como había visto hacer a los otros. No estaba seguro de que la camioneta fuera a recogerme; pensé que de alguna forma sabían que era un impostor. La camioneta, sin embargo, redujo su marcha, casi deteniéndose cuando llegó a mi lado. Los otros estaban apretujados en la plataforma. La mayoría de ellos miraban a la nada con la habitual indiferencia que había llegado a esperar de ellos. Pero unos pocos me miraron realmente con una cierta anticipación. Vacilé durante un segundo, inseguro de seguir continuando el engaño. En el último momento, un impulso me hizo subir a la plataforma y apretujarme entre los demás.

Solo quedaban unos pocos que recoger antes de que la camioneta acelerara hacia las afueras de Mirocaw y más allá. Al principio intenté mantener una clara orientación con respecto a la ciudad. Pero a medida que tomábamos curva tras curva en la oscuridad de estrechas carreteras comarcales me vi incapaz de conservar algún sentido de la dirección. La mayoría de los demás en la plataforma de la camioneta no mostraban ninguna consciencia aparente de sus compañeros de viaje. Con precaución, fui mirando de fantasmal rostro en fantasmal rostro. Unos pocos hablaban con cortas frases susurradas a otros a su lado. No pude distinguir lo que decían, pero el tono de sus voces era de inocente normalidad, como si no fueran la endurecida horda de los arrabales de Mirocaw. Quizá, pensé, fueran buscadores de emociones que se habían disfrazado como lo había hecho yo o, más probablemente, iniciados de algún tipo. Posiblemente habían recibido instrucciones previas en reuniones como aquella con la que me había topado el día antes. También era probable que entre este grupo estuvieran aquellos mismos muchachos a los que había asustado a una precipitada huida en aquel viejo figón.

La camioneta aceleraba ahora por un tramo despejado de terreno, en dirección a las colinas más altas que rodeaban la ahora distante ciudad de Mirocaw. El helado viento nos azotaba, y no pude evitar el temblar a causa del frío. Aquello me traicionaba definitivamente como uno de los recién llegados entre el grupo, puesto que los dos cuerpos que se apretaban contra el mío estaban rígidamente inmóviles e incluso parecían radiar una frigidez propia. Miré al frente, a la oscuridad por la que avanzábamos rápidamente.

Ahora habíamos dejado atrás el terreno abierto, y la carretera estaba rodeada por densos árboles. La masa de cuerpos en la camioneta se apoyó los unos contra los otros cuando empezamos a subir una empinada cuesta. Encima nuestro, en la cima de la colina, brillaban luces en alguna parte entre los árboles. Cuando la carretera se niveló la camioneta dio un brusco giro, entrando en lo que parecía ser una gran zanja. Era un camino sin pavimentar, por el que la camioneta avanzó hacia un resplandor que ahora estaba más cerca.

El resplandor se hizo más brillante y nítido a medida que nos acercábamos a él, parpadeando entre los árboles y revelando detalles que hasta entonces solo habían sido brumas en la oscuridad. Cuando la camioneta entró en un claro y se detuvo, vi un disperso grupo de figuras, muchas de las cuales sujetaban linternas que brillaban con una deslumbrante y helada luz. Me preparé en la plataforma para bajar como estaban haciendo los demás. Mirando a mi alrededor desde aquella altura, vi aproximadamente otros treinta de aquellos cadavéricos clowns a mi alrededor. Uno de los pasajeros me observó demorándome en la camioneta y en un susurro extrañamente agudo me dijo que me apresurara, explicando algo acerca del «vértice de oscuridad». Pensé de nuevo en aquella noche de solsticio; técnicamente era el período más largo de oscuridad del año, aunque no por un margen muy significativo con respecto a muchas otras noches de invierno. Su auténtico significado, sin embargo, estaba relacionado con consideraciones que no tenían nada que ver con las estadísticas ni con el calendario.

Me dirigí al lugar donde se estaban agrupando los otros, que traicionaban una sensación expectante en los sutiles gestos y expresiones de sus distintos miembros.

Ahora se intercambiaban miradas, la mano de uno tocaba ligeramente el hombro del otro, y un par de ojos rodeados por círculos miraron hacia donde dos figuras estaban depositando sus linternas en el suelo a unos dos metros de distancia. La iluminación de aquellas linternas reveló una abertura en el suelo. Finalmente la consciencia de todos se enfocó en aquel pozo redondeado, y como movidos por una señal todos empezamos a agruparnos a su alrededor. Los únicos sonidos eran los del viento y nuestros propios movimientos mientras aplastábamos las hojas y las ramillas heladas bajo nuestros pies.

Finalmente, cuando todos hubimos rodeado el agujero, el primero saltó dentro, desapareciendo por un momento de nuestra vista pero reapareciendo luego para tomar una linterna que otro le tendió desde arriba. El abismo en miniatura se llenó de luz, y pude ver que no tenía más de dos metros de profundidad. Una de sus paredes se abría a la boca de un túnel. La figura que sujetaba la linterna se inclinó un poco y desapareció en el pasadizo.

Cada uno de nosotros, por turno, nos dejamos caer en la oscuridad del pozo, y cada quinto tomó una linterna. Yo me mantuve en la parte de atrás del grupo porque, fueran cuales fuesen las actividades subterráneas que iban a tener lugar, estaba seguro de que deseaba estar en su periferia. Cuando solo quedábamos unos diez de nosotros en el suelo arriba, maniobré para dejar que cuatro de ellos me precedieran a fin de ser el quinto y recibir una linterna. Así fue exactamente como funcionó, porque después de saltar al fondo del agujero me fue tendida ritualmente una linterna. Dando la vuelta, entré rápidamente en el túnel. Por aquel entonces estaba tan aterido por el frío que no me sentía ni curioso ni asustado, solo agradecido por el refugio.

Entré en un largo túnel de suave pendiente, justo lo bastante alto como para poder recorrerlo erguido. Era considerablemente más cálido que fuera en la fría oscuridad de los bosques. Tras unos breves momentos me había recuperado lo suficiente como para que mis preocupaciones derivaran de vuelta del confort físico a una repentina y justificada preocupación por mi supervivencia. Mientras caminaba, mantuve la linterna cerca de los lados del túnel. Eran relativamente lisos, como si el pasadizo no hubiera sido hecho cavando manualmente sino horadado por algo que había dejado tras de sí un indicio de sus dimensiones en el tamaño y forma del túnel. Esta delirante idea se me ocurrió cuando recordé el mensaje dejado en el espejo de mi habitación del hotel: «¿Qué se entierra a sí mismo antes de estar muerto?».

Tuve que apresurarme para no quedarme atrás con respecto a los extraños espeleólogos aficionados que me precedían. Las linternas allá delante se agitaban con cada paso de sus portadores, la lenta procesión parecía menos y menos real cuanto más nos adentrábamos en el túnel. En algún punto observé que la hilera delante de mí se hacía más corta. La procesión se estaba vaciando en una cavernosa cámara donde yo también no tardé en llegar. Aquella zona tenía como unos diez metros de alto, y sus otras dimensiones se aproximaban a las de un amplio salón de baile. Mirar hacia arriba a la distancia me hizo sentir incómodamente consciente de lo mucho que habíamos descendido bajo tierra. Al contrario que los lisos costados del túnel, las paredes de esta caverna eran irregulares y como dentadas, como si hubieran sido mordisqueadas. La tierra había sido extraída, supuse, o bien a través del túnel por el que habíamos llegado o bien por alguna de las muchas otras aberturas negras que vi que rodeaban la cámara, porque posiblemente ellas también conducían a la superficie.

Pero la estructura de esta cámara ocupó mucho menos mi mente que sus ocupantes. Para recibirnos en el suelo de la gran caverna estaba lo que podía ser toda la población del arrabal de Mirocaw, y más, todos ellos con los mismos extraños ojos muy abiertos y los rostros de ovaladas bocas. Formaban un círculo alrededor de un objeto parecido a un altar tapado por alguna especie de oscura y correosa cubierta. Sobre el altar, otra cubierta del mismo material ocultaba un deforme bulto grumoso.

Y detrás de esta forma, mirando al altar, estaba la única figura cuyo rostro no estaba cubierto por maquillaje.

Llevaba una larga túnica nívea del mismo color que el fino cabello que cubría su cabeza. Sus brazos colgaban relajadamente a sus costados. No hizo ningún movimiento. El hombre que en su tiempo creí que podía penetrar en los mayores secretos se erguía delante de nosotros con la misma actitud profesional que me había impresionado hacía tantos años, pero ahora yo no sentía más que temor ante el pensamiento de qué revelaciones yacían dentro de los pliegues abismales de su atuendo magistral. ¿Había llegado yo realmente hasta allí para desafiar a aquella formidable figura? El nombre por el que lo conocía parecía insuficiente para designar a alguien de su estatura. Más bien debería nombrarlo por sus otras encarnaciones: dios de toda sabiduría, escriba de todos los libros sagrados, padre de todos los magos, tres veces grande y más…, debía llamarle más bien Thoth .

Alzó sus manos formando copa hacia su congregación, y la ceremonia empezó.

Todo fue muy simple. La asamblea entera, que había permanecido en silencio hasta aquel momento, estalló en el más agudo y horrendo canto que pueda imaginarse. Era un coro de pesar, de aullante delirio y de ignominia. La caverna resonó de forma chillona con el disonante coro. Mi voz se añadió también a la de la congregación, intentando fundirse con su lisiada música. Pero mi canto no podía imitar al suyo, mi tono ronco era tan poco parecido a su cacofonía de fúnebre gemido. Para evitar ponerme al descubierto como un intruso seguí murmurando las palabras con la boca pero sin emitir ningún sonido. Esas palabras eran una revelación del maligno talante de la asamblea que hasta entonces apenas había captado en presencia de aquel ambiente. Estaban cantando al «nonato en el paraíso», a las «puras vidas no vividas». Cantaban una endecha por la existencia, por todas sus formas y estaciones vitales. Sus ideales eran los de la oscuridad, el caos y la melancolía que la semiexistencia consagraba a todas las muchas formas de la muerte. Un mar de delgados rostros sin sangre temblaban y gritaban con perversas esperanzas. Y la embozada figura guía en el corazón de todo aquello —elevada en el transcurso de veinte años al status de sumo sacerdote— era el hombre del que yo había tomado tantos de mis principios de la vida. Sería inútil describir lo que sentí en aquel momento, y una pérdida del tiempo que necesito para describir los acontecimientos que siguieron.

El canto cesó bruscamente, y la imponente figura de pelo blanco empezó a hablar. Dio la bienvenida a todos aquellos de la nueva generación, habían transcurrido veinte inviernos desde que los «Puros» habían expandido sus rangos. La palabra «puros» en aquel entorno era una violencia al sentido y a la compostura que yo aún retenía, porque nada podía ser más horrible que lo que estaba por llegar. Thoss —y empleo su difunta identidad solo como conveniencia— cerró su sermón y se acercó al altar cubierto de negro. Entonces, con todo el floreo de su antigua vida, retiró la cubierta superior. Debajo había una efigie de miembros fláccidos, una muñeca colapsada tendida sobre la losa. Yo estaba de pie hacia la parte de atrás de la congregación e intentaba mantenerme tan cerca del pasadizo de salida como podía. Así, no lo vi todo tan claramente como hubiera podido.

Thoss bajó la vista hacia la acurrucada forma como de muñeca y luego la alzó hacia la asamblea. Incluso imaginé que establecía contacto visual conmigo. Abrió los brazos, y un flujo de continuas e ininteligibles palabras brotó de su gimiente boca. La congregación empezó a agitarse, no mucho pero sí perceptiblemente. Hasta aquel momento había un límite a lo que creía que era la maldad de aquella gente. Después de todo, solo eran eso. Eran simplemente almas morbosas, autotorturadas por extrañas creencias. Si había algo que había aprendido en todos mis años como antropólogo era que el mundo es infinitamente rico en extrañas ideas, hasta el punto de que el concepto de extraño en sí tenía poco significado para mí. Pero con la escena que presencié entonces, mi conciencia se hundió en un reino del que nunca regresará.

Porque ahora venía la escena de la transformación, la culminación de toda arlequinada.

Empezó lentamente. Hubo un creciente movimiento entre los del extremo más alejado de la cámara de donde yo estaba. Alguien había caído al suelo, y los que estaban junto a él retrocedieron y se apartaron. La voz en el altar continuó su canto. Intenté ver mejor, pero había demasiada gente a mi alrededor. A través de los cuerpos que se interponían solo pude captar atisbos de lo que estaba sucediendo.

El que había caído al suelo de la cámara parecía estar perdiendo su anterior forma y proporción. Pensé que era un truco de clown. Eran clowns, ¿no? Yo mismo podía hacer que cuatro bolas blancas se transformaran en cuatro bolas negras mientras hacía juegos malabares con ellas. Y esto no era una hazaña más sorprendente que la magia de clown. ¿Y no hay siempre un acto de prestidigitación inherente a todas las ceremonias, que a menudo depende de las ilusiones de los propios celebrantes? Aquel era un buen espectáculo, pensé, y reí para mí mismo. La escena de la transformación de Arlequín despojándose de su fachada de loco. ¡Oh Dios, Arlequín, no te muevas de esta forma! Arlequín, ¿dónde están tus brazos? Y tus piernas se han fundido y se han unido y han empezado a retorcerse en el suelo. Qué horrible, ¿tu rostro ha de ser un boqueante ombligo? ¿Qué se entierra a sí mismo antes de estar muerto? La omnipotente serpiente de la sabiduría…, el Gusano Conquistador.

Ahora empezaba a ocurrir por toda la cámara. Los miembros de la congregación miraban con ojos vacíos —atrapados por un momento en un helado trance— y luego se derrumbaban al suelo para empezar la horrible metamorfosis. Esto ocurría con una frecuencia cada vez mayor a medida que Thoss cantaba más fuerte y más frenéticamente su insana plegaria o maldición. Entonces se inició un movimiento arrastrante hacia el altar, y Thoss dio la bienvenida a las cosas que se arrastraban hacia el sobre del altar. Supe entonces qué figura yacía laxa encima de él.

Era Coré y Perséfone, la hija de Ceres y de la Reina de Invierno: la hija abducida al submundo de la muerte. Excepto que esta hija no tenía ninguna madre sobrenatural que la salvara, ninguna madre viva. Porque el sacrificio que presenciaba era un eco de uno que había ocurrido veinte años antes, la fiesta de carnaval de la generación anterior… ¡Oh carne vale ! Ahora tanto madre como hija se habían convertido en víctimas de este sabbath subterráneo. Finalmente me di cuenta de esta verdad cuando la figura se agitó sobre el altar, alzó su cabeza de helada belleza, y gritó ante la vista de las mudas bocas que se cerraban a su alrededor.

Corrí en dirección al túnel. (No había ninguna otra cosa que pudiera hacer, me he dicho obsesivamente a mí mismo). Algunos de los otros que todavía no habían cambiado se lanzaron en mi persecución. Me hubieran atrapado sin duda, porque caí a solo unos pocos metros dentro del túnel. Y por un momento imaginé que yo también iba a sufrir una transformación, pero no había sido preparado como lo habían sido los otros. Cuando oí los pasos de mis perseguidores que se acercaban, estuve seguro de que me enfrentaba a un destino aún peor encima del altar. Pero los pasos se detuvieron y se retiraron. Habían recibido una orden en la voz de su sumo sacerdote. Yo también oí la orden, aunque hubiera deseado no oírla, porque hasta entonces había imaginado que Thoss no recordaba quién era yo. Fue esa voz la que me dijo lo contrario.

Por el momento era libre de irme. Me puse trabajosamente en pie y, habiendo roto mi linterna en la caída, recorrí el camino de vuelta en una cloacal oscuridad.

Todo pareció ocurrir muy rápidamente una vez emergí del túnel y trepé fuera del pozo. Me quité el maloliente maquillaje de mi rostro mientras corría por los bosques de vuelta a la carretera. Un coche que pasaba se detuvo, aunque no le di más oportunidad que hacerlo o atropellarme.

—Gracias por detenerse.

—¿Qué demonios está haciendo usted aquí? —preguntó el conductor.

Recuperé un poco el aliento.

—Fue una broma. El festival. Unos amigos sugirieron que sería divertido… Por favor, siga adelante.

El hombre me dejó a algo más de un kilómetro de la ciudad, y desde allí pude hallar el camino. Era el mismo camino por el que había llegado a Mirocaw en mi primera visita el verano anterior. Me detuve por unos momentos en la cima de aquella alta colina justo fuera de los límites de la ciudad, contemplando el ajetreo en la pequeña aglomeración de edificios allá abajo. La intensidad del festival no había disminuido, y no lo haría hasta por la mañana. Bajé hacia el acogedor brillo verde, me deslicé por entre los celebrantes sin que nadie reparara en mí y regresé al hotel. Nadie me vio subir a mi habitación. De hecho, había una atmósfera de ausencia y abandono en todo el edificio, y el mostrador de recepción estaba desatendido.

Cerré con llave la puerta de mi habitación y me derrumbé en la cama.

7.

Cuando desperté a la mañana siguiente vi desde la ventana que la ciudad y el campo circundante habían sido visitados durante la noche por una nevada, una totalmente imprevista. La nieve seguía cayendo todavía en las ahora desiertas calles de Mirocaw. El festival había terminado. Todo el mundo se había ido a casa.

Y esta era exactamente mi intención también. Cualquier acción por mi parte relativa a lo que había visto la noche anterior tendría que aguardar hasta que estuviera lejos de la ciudad. Todavía no estoy seguro de que sirva de algo hablar de ello. Cualquier acusación que pueda hacer contra la población del arrabal de Mirocaw será increíble y se enfrentará a una fuerte resistencia. Quizá dentro de poco nada de esto sea asunto mío.

Me detuve en recepción con las maletas en las manos para liquidar mi cuenta. El hombre detrás del mostrador no era Samuel Beadle, y tuvo que rebuscar entre los papeles para hallar mi factura.

—Ah, aquí está. ¿Lo ha encontrado todo bien?

—Espléndido —respondí con voz muerta—. ¿Está el señor Beadle por aquí?

—No. Me temo que todavía no ha vuelto. Estuvo fuera toda la noche buscando a su hija. Es una chica muy popular, por el hecho de ser la Reina de Invierno y todas esas estupideces. Probablemente ha descubierto que está en una fiesta en alguna parte.

De mi garganta brotó un pequeño ruido.

Eché las maletas en el asiento trasero del coche y me senté al volante. Aquella mañana nada de lo que podía recordar me parecía real. La nieve seguía cayendo y la contemplé a través del parabrisas, lenta, silenciosa e hipnótica. Puse en marcha el coche, mirando rutinariamente por el espejo retrovisor. Lo que vi allí ha quedado grabado como a fuego en mi mente, como una fotografía enmarcada en la ventanilla trasera de mi coche cuando volví la cabeza para verificar su realidad.

En medio de la calle detrás de mí, de pie con la nieve hasta los tobillos, estaban Thoss y otra figura. Cuando miré más atentamente al otro hombre, lo reconocí como uno de los muchachos a los que sorprendí en aquel figón. Pero ahora había adquirido un corrupto y apático parecido a su nueva familia. Tanto él como Thoss me miraron, sin hacer el menor intento de impedir mi partida. Thoss sabía que era innecesario.

Tuve que cargar con la imagen de aquellas dos tenebrosas figuras en mi mente durante todo el camino de vuelta a casa. Pero solo entonces todo el peso de mi experiencia descendió sobre mí. Hasta ahora he apelado a una enfermedad a fin de evitar mis compromisos académicos. Enfrentarme al flujo normal de la vida tal como lo he conocido hasta ahora sería imposible. Me hallo completamente bajo la influencia de una estación y un clima mucho más frío y mucho más desolado que todo los inviernos en la memoria humana. Y revivir mentalmente los acontecimientos pasados no parece haber ayudado en nada; puedo sentir cómo me hundo cada vez más profundamente en un abismo aterciopeladamente blanco.

En ciertos momentos casi puedo disolverme por entero en este reino interior de horrible pureza y vacío. Recuerdo aquellos invisibles momentos en los que, disfrazado, recorrí las calles de Mirocaw, intocado por las ebrias y ruidosas formas que me rodeaban: intocable. Pero al instante retrocedo ante esta grotesca nostalgia, porque me doy cuenta de lo que está ocurriendo y no deseo que sea cierto, aunque Thoss proclamó que sí lo era. Recuerdo su orden a mis perseguidores mientras yo permanecía impotentemente tendido en el túnel. Hubieran podido cogerme, pero Thoss, mi antiguo maestro, les hizo volver. Su voz resonó en toda aquella caverna, y ahora reverbera en las cámaras psíquicas de mi memoria.

—Es uno de nosotros —dijo—. Siempre ha sido uno de nosotros.

Es su voz la que ahora llena mis sueños y mis días y mis largas noches de invierno. Te he visto, doctor Thoss, a través de la nieve al otro lado de mi ventana. Pronto celebraré, a solas, esa última fiesta que matará tus palabras, solo para demostrar lo bien que he aprendido su verdad.

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