La Figura de la Alfombra Voladora

El nombre Necronomicón (nekroV, cadáver; nomoV, ley; ikon, imagen = Una Imagen [o Representación] de la Ley de los Muertos) se me ocurrió durante un sueño, aunque la etimología es perfectamente válida.
—H. P. Lovecraft, Carta a Harry O. Fischer, febrero de 1937

¿O ignoráis, hermanos —hablo a los que saben de leyes— que la Ley domina al hombre todo el tiempo que este vive?
—Romanos 7:1

¿Qué podemos agregar acerca del fabuloso Necronomicón que no se haya dicho ya? ¡Mucho en todos los aspectos! Porque no se ha dicho nada. El título es una palabra que apunta con la manga vacía de un espectro a la nada a la que se refiere. En eso es como todas las palabras, como todos los textos. El libro del que se dice que es el antilibro, el libro que trae olvido y locura en el nombre de un conocimiento que es el conocimiento de la Nada, y por tanto, ningún conocimiento, es, irónicamente, el paradigma de todos los libros, el libro más literario, el texto más textual. Y como dice Jacques Derrida, una reencarnación moderna del Apóstol Alhazred, no solo hemos presenciado la «muerte del autor» (una frase de Roland Barthes, es decir, la negación absoluta del propósito del autor por la mera existencia autónoma del texto una vez escrito), sino también la «muerte del libro». En realidad, puede que sea más útil considerar que el significado de la palabra griega Nekronomikon no es «el libro de los muertos», como se ha sugerido, sino más bien «la muerte del libro». Porque, como dice Derrida, la muerte del libro marca la vida del texto. La diferencia entre ambas equivale a la cerrazón imaginaria, la supuesta autosuficiencia de un «libro» contra el ilimitado, infinito y libre de ataduras océano del texto.

Como todos los textos se refieren los unos a los otros, presuponen los unos a los otros, están en diálogo entre sí, y arrojan nueva luz los unos sobre los otros; esta intertextualidad relaciona y abarca a todos los textos, a todos los libros y palabras, como parte del infinito campo de significantes a los que asignamos significados arbitrarios porque así lo establecemos. Imponiendo nuestras condiciones limitadoras (Shankara las llama upadhis) al Todo del texto (el Abismo de significado sobre el que se abre, como todo atman individual, cada texto), dividimos un texto como si fuera un borboteo momentáneo de espuma de mar arrojado por una ola, para volver a unirse a ella inmediatamente. El megatexto universal es análogo, si no idéntico, al repertorio implícito del lenguaje (langue) a diferencia de las actualizaciones y utilizaciones concretas y reales de él en discursos individuales (parole); así es susceptible de cualquier significado, cualquier interpretación, exactamente como el alfabeto que puede combinarse cabalísticamente para producir un número infinito de palabras. Esto es porque, de nuevo como el alfabeto, el lenguaje no tiene en sí mismo ningún significado. Podría significar cualquier cosa porque no significa nada. Como Uddalaka dijo a su hijo Svetaketu en el Chandogya Upanishad, «¡Neti, neti!». La verdad no es esto ni aquello. Es el Vacío, la Plenitud de la Vacuidad. Y lo mismo sucede con el océano infinito del megatexto, el intertexto. ¿Por qué?

Porque no hay ningún «centro de significado» objetivo alrededor del que giren el habla, el lenguaje y los textos. Como dijo Nietzsche, el Ario Loco, «¡Dios está muerto! ¡La verdad está muerta! La tierra se ha librado del yugo de su sol y ahora vaga libremente a través de abismos inexplorados de infinitud cósmica». Todas las coordenadas, latitudes y longitudes pierden a partir de ahí su sentido. La verdad está en quien la contempla. De esta manera es ficción. En términos de lenguaje y textos, esto significa que (como pensó Ferdinand de Saussure) todo lenguaje tiene sentido no de manera referencial, sino diferencial. El significado de las palabras no se deriva de su referencia a algún objeto marcado por la palabra. Eso queda fuera de toda duda, ya que las cosas reales no llegan a alcanzar el carácter «ideal» de las definiciones a causa de la imprecisión del lenguaje. Las palabras solo se refieren a otras palabras, obteniendo su significado de sus parecidos y diferencias respectivas. Toda palabra, como se sobreentiende tradicionalmente, promete un significado. Nos dice «Un momento, le indicaré dónde debe ir». Pero nunca lo hace. Nos lleva a perseguir un imposible. Es una bala disparada contra la impenetrable cúpula del lenguaje, de la que jamás puede escapar. Solo puede rebotar.

No hay nada fuera del lenguaje, ningún significado subyacente o suprayacente en el muro curvo de palabras. Tampoco podría haber nada más allá. La curvatura del firmamento lingüístico es como la curvatura del universo tal y como la imaginan algunos físicos; no es como el casco de una nave, sino que solo describe la pauta del movimiento en su margen. Hay agua más allá del casco, pero no hay nada más allá de la trayectoria del posible movimiento. Y no hay ningún Significado Trascendental al que apuntan palabras, símbolos y significantes. Solo se señalan los unos a los otros, como los fastidiosos funcionarios de un ministerio: guardáis cola durante horas, esperando llegar a la ventanilla, donde se responderán todas vuestras preguntas. Solo que no es así. En lugar de eso, como sabéis, la hermana de Marge Simpson os dirige a otra cola kilométrica. Su otra hermana, en la ventanilla de esa cola, os remitirá después a una tercera, o tal vez otra vez a la primera. Es como un diccionario que define una palabra haciendo una referencia a algo que debes conocer previamente, pero no es así, con lo que mantienes el dedo en la página y miras el otro término, descubriendo que está definido haciendo referencia a la primera palabra que estabas buscando. El significado te esquiva continuamente, como un fuego fatuo, incitándote, pero como la Hija del Gigante de Hielo o la Sibila Blanca, manteniendo siempre la misma distancia. Esta postergación es lo que Derrida llama Différence. El significado nunca aparecerá. Como tantas otras veces, el destino no es un lugar al final del camino, sino el propio camino, porque en este caso, el camino es un círculo. Debes aprender a amar el camino y vivir como un peregrino. Nunca llegarás a la Verdad, como si el lenguaje simplemente fuera un papel de regalo que tuvieras que aprender a desenvolver aburridamente para llegar al obsequio del interior. El arco iris es mucho más bello que cualquier caldero de oro que pueda haber en sus extremos, pero que no existe.

Permitidme explicar por qué el Necronomicón es un ejemplo magnífico de textualidad. En primer lugar, su mismo nombre es una maraña de significantes sobre el que debe imponer orden el lector que pretende encontrar lo que no se advierte a simple vista. Es muy significativo que el propio Lovecraft recibiese el título en un sueño. Sabía que el título era «Necronomicón», pero no lo que significaba. Tuvo que recurrir al diccionario y tratar de desentrañar el significado, admitiendo que la suya era una conjetura culta, pero nada más, como si el título le fuese ajeno, como si no se hubiese generado en su propia inteligencia. Esto es absolutamente correcto: ¡No lo había hecho! ¡Recibió el nombre en un sueño! Vino del abismo creativo de la mente subconsciente o inconsciente y apareció totalmente desarrollado ante Lovecraft, todo de una pieza. Lovecraft se acercó a él como si fuera un artefacto, tal y como hacían los eruditos de sus historias cuando se encontraban con una reliquia de antiguas culturas extrahumanas.

Al tratar de traducir Nekronomikon al inglés («la imagen de la ley de los muertos») estaba haciendo algo similar a lo que hacían los antiguos oráculos de los dioses. Éstos interpretaban el idioma de los dioses. Esto es lo que hacía el oráculo de Apolo en Delfos. Esto es lo que sucedía en Corinto cuando alguien «hablaba en lenguas desconocidas», al hablar «misterios en el espíritu» e interpretarlos alguien que contase con el don profético de interpretar lenguas (Corintios 1, 12 y 14). La idea no era traducir como si procediera de otro lenguaje terrenal, sino hacer inteligibles «las lenguas de los ángeles», la palabra de Dios. Exigía interpretación del mismo modo que lo requiere un sueño, no porque sea un lenguaje desconocido, sino porque no es en absoluto un lenguaje. Lo único que importa es que la verdad divina no es algo lingüísticamente factible para los seres humanos. «Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos» (Isaías 55,9). Pero entonces parecería que hay un vacío infranqueable entre ambos. La «palabra» de Dios no es ninguna palabra, porque Dios es Gnosis con consciencia de sí mismo, pensamiento pensante; ¿Cómo puede tener motivo para comunicarse? ¿Por qué debería necesitar enviar pensamientos a través del frágil puente de cuerda de las palabras ambiguas? Decir que algo es la palabra de Dios es decir que no es palabra en absoluto, de la misma manera que cuando decimos «¡Solo Dios lo sabe!» queremos decir que nadie lo sabe.

No puede ser palabra si procede de Dios. Y si es una palabra, no puede proceder de Dios. Es de un orden totalmente diferente. En otras palabras, el intérprete del lenguaje divino está haciendo teatro, usando palabras humanas para pretender expresar lo inexpresable, lo inefable. Hace poco un canalizador de mi vecindad habló a una muchedumbre pretendiendo ser un antiguo monje tibetano con un montón de opiniones triviales que compartir. La «Entidad Canalizada» hablaba con un fingido acento asiático. ¡Pero hablaba en inglés! Si en realidad se trata del mismo T. Locas Trampas, ¿por qué demonios no habla tibetano? O si va a hablar en el idioma del canalizador y de su audiencia, ¿por qué no habla en inglés sin el acento de Fu Manchú? Porque el acento es un fraude teatral que engaña, dando a la interpretación del tibetano un aire de verosimilitud si no se examina de cerca. Esa es la pretensión del lenguaje humano cuando trata de hablar lo que la segunda carta a los Corintios (12,4) llama Arrata rhmata, las palabras impronunciables. Es una pose demasiado transparente para ser simbólica de una Verdad más allá del lenguaje. Una verdad así debe ser no-lingüística, no una respuesta análoga al vacío que pretendes rellenar con ella.

Cuando Lovecraft («la imagen de la ley de los muertos»), George Wetzel («el libro de los nombres de los muertos»), Manly Bannister («el libro de las leyes de los muertos»), Colin Wilson («el libro de los nombres muertos»), S. T. Joshi («el libro acerca de los muertos») y Pierre de Caprona («el conocedor de las leyes de la muerte») tratan de desentrañar «el significado» del título Necronomicón, simplemente están haciendo lo mismo que el intérprete de la palabra divina, tratando una maraña de texto sin sentido y contraria a cualquier significado como si fuera un rompecabezas con un mensaje en código esperando a que un erudito emprendedor lo encuentre y revele, como Henry Armitage intentando descifrar el diario de Wilbur Whateley. Pero no hay ningún significado en ese renglón de significantes autorreferenciales. Como el poema según la doctrina de la Nueva Crítica, la palabra «Necronomicón» no debería significar, sino limitarse a existir. Como el libro Vastarien, que no es acerca de algo, sino que es ese algo.

¿Cuál de estos eruditos ha leído correctamente la palabra? Ninguno. Todos han errado al leerla, como diría Paul de Man, ya que solo puede haber «malas lecturas», conjeturas respecto a su significado, como si el «auténtico» significado residiera en algún lugar del texto, como Cthulhu en R’lyeh, como la letra pequeña invertida al final de la página de los crucigramas. Pero no es así. Ese Dios está muerto. Recordad, la palabra se ha liberado de su sol y vaga sin cesar. El lenguaje no es Logocéntrico (no gira alrededor de la palabra, del significado), ni por el contrario señala a un Significante Trascendental como los rayos del sol. Solo está el divertido y demente Sultán del Caos Azathoth, cuyos estragos aleatorios dan forma a las leyes de todo frágil cosmos. El caos de interpretaciones de la misma palabra «Necronomicón» ilustra este hecho mejor que cualquier otro argumento.

Otros buenos ejemplos incluirían el antiguo lema cristiano Maranatha, que puede ser «¡Viene Nuestro Señor!» en arameo o la invocación «¡Ven, Señor!». En cualquier caso la frase anticipa la Parusía del Logos, el Adviento, la Presencia del Verbo de Dios (véase Apocalipsis 19, 11-13), la Segunda Venida de Cristo. La misma ambigüedad de la palabra (¿indicativo o imperativo?), dependiendo de cómo se dividan las sílabas (al igual que «Necronomicón»), demuestra que esta esperada Parusía, la Presencia del Verbo de Dios de modo accesible, el desgarro del velo de lenguaje ambiguo para que podamos conocer de la misma manera que se nos conoce, cara a cara, nunca tendrá lugar. El significado siempre está un poco por delante nuestro, y nunca lo alcanzaremos. El lenguaje es un laberinto, un dédalo, ni mucho menos un camino estrecho y recto. El Mesías que debe venir puede que nunca llegue, por definición. Procede del futuro y siempre está a punto de llegar, pero por esa misma razón puede que nunca llegue en realidad. El Cristo que aparece es por definición un usurpador de la promesa divina, un impostor, un Anticristo. El único significado que puede haber para nosotros es esa luz al final del túnel. Nos ayuda a orientarnos, aunque nunca lo alcanzaremos.

La misma cadena de asociaciones aparece en el título Budista del Tathagatha, el Así-Llega-Él. Sabemos que es un epíteto de Buda, el Iluminado, pero ¿qué significa? Parece que significa que con Buda ha llegado el auténtico sentido, el Significado Trascendental. Pero ¿cuál es esa Noble Verdad? Desgraciadamente, no sabemos lo que significa la palabra.

Obsérvese la ironía inconsciente de los fundamentalistas protestantes: creen que tienen la respuesta a toda pregunta en un Libro infalible, cuyo significado discuten continuamente sus exégetas. ¿Qué tiene de bueno un libro infalible si no se sabe lo que significa? Y así son todos los libros, todos los textos, y por eso nunca puede haber un libro autorizado. Porque la intención del autor, el significado del autor, el sentido aparente del autor, nunca puede controlar la lectura del texto. Como todos los textos se limitan a pasar mediante el escritor desde el megatexto inconsciente, pretender que el significado del autor sea el único o el «real» sería tan absurdo como que Lovecraft mantuviese (cosa que no hizo) que su definición aproximada de «Necronomicón» fuera la correcta porque, al fin y al cabo, él fue el que soñó la palabra.

Martín Lutero, el inventor del fundamentalismo literal en la lectura de la Biblia, quería canonizar la intención del autor (suponiendo que se pudiera recuperar), el «sentido llano del texto», como el significado mayoritario y «oficial», porque quería diferenciarse de la Iglesia Católica. Los católicos llevaban mucho tiempo recurriendo a exégesis figurativas y alegóricas para dar una base escrita a sus dogmas gratuitos. Lo que Lutero odiaba de una interpretación tan creativa y figurada era su carácter incontrolable. No podías obligar a alguien con la letra de la ley si los lectores del texto podían usarlo como una carta de Tarot o una mancha de Rorschach para catalizar nuevos y propios significados. «En el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred había dobles significados que los iniciados pueden leer como prefieran». Adviértase la ansiedad protestante de algunos estudiosos de Lovecraft que echan humo ante las lecturas «heréticas» de los textos sagrados de HPL y tratan de hacer cumplir una ortodoxia de interpretación basada en la propia filosofía de Lovecraft.

No solo es la ambigüedad del título la que convierte al Necronomicón en un caso paradigmático de la textualidad indeterminada. Está la técnica de la mise-enabyme, la imagen huidiza dentro de una cámara fotográfica, los infinitos reflejos de espejos enfrentados. Es una técnica de caja china, en la que una puerta abierta solo muestra otra puerta, y otra y otra, ad infinitum. Esto significa un aplazamiento interminable del significado, la sustitución de cada velo arrancado con otro idéntico. Cuando el Prisionero arranca la máscara del rostro del Número Uno, encuentra ¡otra máscara! ¡Y finalmente su propio rostro! Lo que creíais que era una ventana era un espejo. La respuesta de la oscuridad solo es un eco de vuestra propia pregunta. Lovecraft usa una y otra vez el Necronomicón de esta manera.

En primer lugar, adviértanse las veces en muchos de los relatos, como en En las montañas de la locura y El que acecha en la oscuridad, donde descubrimos que el prohibido y repugnante Necronomicón, ese libro perseguido por el buscador faustiano por su promesa de revelar todos los secretos, solo comunica ambigüedades desesperadamente reservadas. Para librar a sus lectores de lo peor, Alhazred ha «disimulado piadosamente» esta o aquella terrible verdad o «insinuó nerviosamente» esto o aquello. Afirma insistentemente que ciertos horrores en realidad no han tenido lugar, dejando que se saquen misteriosas y terribles conclusiones. ¿Por qué es tan críptica esta pretendida revelación? ¡Se supone que es la clave de las respuestas, no el crucigrama! Cuando se le echa un vistazo, se ve que Alhazred estaba en nuestro lugar mirando hacia el interior, no en el otro lado mirando hacia fuera. En todos esos relatos de Lovecraft, el lugar de la revelación terrible y la verdad final lo ocupan las Entidades alienígenas que resultan ser los referentes reales de la brumosa divagación de Alhazred. De acuerdo, Wilmarth, gracias a las langostas de Yuggoth encuentras la repugnante verdad oculta bajo el mito de Azathoth. Pero ¿cuál es? ¿Por qué no nos la cuentas? ¡Sencillamente porque no hay nada que ver! ¡Ha vuelto a ser aplazada!

Dostoievski explicó el mecanismo perfectamente en la parábola del Gran Inquisidor: misterio, milagro y autoridad son las tres conchas en el juego que mantiene estupefacto y obediente al populacho. Tendrán que recurrir a la fe si van a aceptar alguna verdad que no pueden entender. Si algo como la doctrina oximorónica de la Trinidad se viese sometida a un escrutinio racional, no sobreviviría demasiado tiempo, ni tampoco duraría la actitud pasiva de la multitud. Una vez invitados a ejercer el escrutinio crítico, será demasiado tarde para volver a recurrir a la fe ciega. Se habrá creado un nuevo hábito. Así que se les debe mantener perplejos y felices para que no se hagan preguntas. La fe sumisa con la que Lovecraft quiere engañar al lector es lo que Coleridge llamó «la fe poética», o «la suspensión de la incredulidad voluntaria y temporal», sin la que cualquier historia se vuelve aburrida y ridícula. Por esto Lovecraft, como el Gran Inquisidor de Dostoievski, emplea todas las ardides del «oficio de los sacerdotes» para construir un truco para engañar al lector. Los racionalistas dicen que los sacerdotes habían preparado la Biblia para mantener dóciles a las masas, y que era una sarta de supersticiones e historias de terror. Del mismo modo, Lovecraft aconsejaba a los escritores de ficción insólita que usaran todo el ingenio y atención al detalle que requeriría un auténtico engaño. Este sacerdote, Lovecraft, lleva engañado al lector hacia la fe (poética) ocultando el Sagrado Grial prometido tras el velo del desconcierto.

No quería que los lectores creyesen en el Necronomicón en cuanto finalizara el relato, pero hizo demasiado bien su trabajo. Muchos le escribieron preguntando si el volumen existía en realidad. ¿Cuál era su secreto? Lovecraft suministró un montón de detalles bibliográficos convincentes pero falsos, pero nunca abrió la bolsa enseñando lo que había en su interior. ¡Nunca podría haber nada que justificara todo ese revuelo! Por eso, cuando permite echar un vistazo dentro del Necronomicón, solo es el vestíbulo, la «antecámara» del infierno, y no el mismo infierno. La verdad real se encuentra oculta por el velo compasivamente situado por el autor sobre la materia. Y no vamos a llegar a ver qué hay. ¡Porque no hay nada que ver! Será mejor que todo el mundo siga con sus conjeturas.

Lucio Apuleyo, autor de la novela del siglo II d. C. La metamorfosis o El asno de oro, usa la misma técnica, solo que se encuentra a medio camino entre Lovecraft y el Inquisidor. Es decir, describe algunos aspectos tentadores de una iniciación secreta por la que había pasado en el culto a Isis, pero ha de callar en un punto concreto, teniendo que jurar que no divulgará los oscuros secretos del culto a extraños. Se revela lo suficiente para hacer la boca agua a nuestra fértil imaginación. Podemos imaginar (o, mejor, casi imaginar) revelaciones imprecisas que superarían con mucho a la verdad si pudiéramos verla. Los estudiosos sospechan que la cesta que contenía al más santo entre los santos estaba vacía. Igual que el Arca de la Alianza cuando René Belloq (en En busca del arca perdida) la abre y no encuentra nada en su interior. Y así es como debe ser. Lo visible no es más que el rastro evocativo de lo invisible, que en sí mismo no es un Significado Trascendental, sino un símbolo poderoso que apunta a otros símbolos en un vertiginoso espectáculo de disparos rebotados.

Talbot Mundy hizo un gran trabajo comunicando el misterio profundo de su fe teosófica en sus novelas, como Old Ugly Face, The Thunder Dragon Gate, The Devil’s Guard y Om, the Secret of Abbot Valley. Insinuó, dio a entender, reveló el rastro poderoso. Incluso llegó a inventar sus propias escrituras «antiguas», análogas al Necronomicón de Lovecraft — El libro de los dichos de Tsiang Samdup — del que, como HPL, facilitaba vistazos evocativos/equívocos de vez en cuando, causando una honda impresión. Todo se volvió soso, y pareció absurdo en cuanto retiró el velo en I Say Sunrise, un libro no novelesco pueril y didáctico. ¡Hey! ¡No prestéis atención al hombre que hay detrás del telón! Apuleyo lo entendió mejor que Mundy, y por eso volvió a cerrar el telón en medio de la revelación de los secretos del culto. Igualmente, en el capítulo 12 de la segunda Carta a los Corintios, San Pablo está dejando al lector que penetre en la historia de una revelación secreta que tuvo catorce años antes (un toque novelesco para darle un aire de antigüedad misteriosa a la revelación). San Pablo estaba siendo conducido místicamente al tercer cielo, al mismo trono de Cristo, y allí escuchó misterios que un hombre no puede decir. ¡Y no los dice! Te atrae lo suficiente para hacerte pensar que has logrado vislumbrar la verdad oculta, pero es el viejo juego de mover el cebo. Te marchas sin ningún secreto revelado, pero con mayor respeto hacia el tipo que lo escuchó. «Misterio» → «milagro» → «autoridad».

Por eso, en cuanto Lovecraft nos permite, como Henry Armitage, leer el Necronomicón por encima de su hombro, vuelve a ocultar la revelación en el mismo momento en que parece estar difundiéndola. No, Alhazred no nos lo dejó claro; no estaba en una posición mucho mejor a la nuestra. Solo tenía indicios.

Otra manera de reproducir el secreto original en medio de la supuesta revelación del misterio es hacer que el propio Alhazred aluda a una fuente aún más antigua de información a la que admira respetuosamente de la misma manera que nosotros admiramos su tomo. En el pasaje del Necronomicón redactado por E. Hoffmann Price y revisado por HPL en «A Través de las Puertas de la Llave de Plata» nos sorprendemos al escuchar a Alhazred decir que si se quiere obtener información veraz no hay que acudir a él, sino al Umr-at-Tawil y al antiguo Libro de Thoth. Lin Carter siguió una pista dejada por Lovecraft en cuanto a que el comienzo del Necronomicón era un relato de las primeras aventuras hechiceras de Alhazred. Carter contó estas historias en su propio Necronomicón como relatos de advertencia. En otras palabras, el «maestro» de la blasfemia y de la hechicería temblaba ante los horrores que relataba. A Yakthoob y a otros como él, cuyo conocimiento arcano empequeñecía al de Alhazred, les correspondía proteger secretos más profundos, blasfemias primigenias. De nuevo, en cuanto abrimos el libro, la perspectiva cambia. Pensamos que la página del Necronomicón sería una ventana como la del soneto de Lovecraft «La ventana», que revela secretos guardados, pero resulta ser un espejo que refleja nuestra propia ignorancia asustada. Somos como Antonius Block en El séptimo sello, la obra maestra de Bergman, cuando dice a la Muerte: «Pronto divulgarás tus secretos». La Muerte, como Alhazred, replica: «No tengo secretos… No tengo nada que contar».

En cierta ocasión Lovecraft respondió a una carta de unos jóvenes admiradores, James Blish y William Miller, Jr., que le instaban a escribir el Necronomicón, como si ya existiese y solo necesitara ser transcrito, como la Madre del Libro, el prototipo celestial del Corán del que el ángel Gabriel dictaba fragmentos al profeta Mahoma a medida que los iba necesitando. En realidad, Blish y Miller se diferenciaban poco de aquellos admiradores crédulos que preguntaban a Lovecraft si existía el Necronomicón y dónde podían conseguir una copia. Como aquellos, Blish y Miller parecían imaginar que el libro ya existía, completo, pero en la imaginación de Lovecraft. ¡Ponte a escribirlo! ¡Hazlo para que podamos atrevernos a leer los horrores enloquecedores a los que te has referido! Igual que Lovecraft tuvo que sacar de su error a sus admiradores más literales, confesando que el libro era puramente imaginario, tuvo que hacer ver a Blish que el Necronomicón no solo era imaginario en su naturaleza, sino que ni siquiera el propio Lovecraft podía imaginarlo. El Necronomicón no es más que el rastro, la huella vacía dejada por el horror invisible. No contiene ese horror pero contiene su ausencia, que es el único modo de su presencia, porque el Significado Trascendental imaginario y ficticio, la Terrible Verdad que se insinúa, es lo contrario a cualquier cosa que se pueda decir con palabras. Es el Verbo de Dios, lo Totalmente Ajeno, que nunca puede escucharse o mencionarse, un árbol que cae en un universo vacío carente de oídos para escuchar. Los horrores imaginados y sobreentendidos del Necronomicón son el eco débil, quizá más sentido que escuchado, de una explosión lejana que en realidad no se escucha. Uno descubre después que ha habido un terremoto, cuando pierde el equilibrio por los temblores secundarios.

Lovecraft fue franco con Blish y Miller, diciéndoles que él mismo, HPL, nunca podría escribir un libro que justificara todas las escalofriantes referencias que había hecho hacia él. Mejor dejárselo a la imaginación. «Uno jamás puede crear algo que sea la décima parte de lo terrible e impresionante que puede ser algo que insinúa. Si alguien tratara de escribir el Necronomicón, defraudaría a todos aquellos que se han estremecido con las referencias crípticas a él» (carta a Blish y Miller). «No obstante, podría escribir un Necronomicón abreviado, conteniendo aquellas partes que se consideran al menos razonablemente seguras para su lectura por parte de la humanidad» (carta a Robert E. Howard, 7 de mayo de 1932), «los capítulos menos terribles, que pueden leer los seres humanos corrientes sin peligro de ser asaltados por las Sombras del Abismo de Azathoth» (a Blish y Miller). De nuevo, ¡esa postergación! Cuanto más nos acercamos, más retrocede, una y otra vez. Si Lovecraft nos facilitase el libro, recortaría las partes que queríamos leer. Como si Jerry Falwell os diera vuestro ejemplar de suscriptor de Playboy tras haber recortado todas las chicas desnudas. ¿Qué queda? ¿Queréis perder el tiempo leyendo esos chistes estúpidos?

Como Cristo, el Anticristo es una figura que viene continuamente, pero nunca llega. El horror es el del temor esperado ante el destino inminente que, cuando llega, siempre es menos terrible que cuando lo imaginamos antes del hecho. Blish aprendió la lección, como atestigua su propio relato posterior «Más luz». Blish en realidad proporciona el texto de la espeluznante obra El rey de amarillo, pero se detiene antes del temido clímax. Se reserva la revelación en el mismo momento que parece estar descubriéndola.

La técnica mediante la que se repite la ocultación del misterio en la misma escena de la revelación es en sí paradigmática, pues, del carácter de postergación del lenguaje. Del mismo modo, podemos encontrar en la retórica del miedo de los relatos de Lovecraft una alegoría exacta de la comprensión mediante la técnica del cebo, con las aparentes revelaciones siempre aplazadas. Estoy pensando en la frecuentemente repetida ansiedad del narrador lovecraftiano, al manifestar que debe evitarse a toda costa la revelación del secreto de R’lyeh o de los Primigenios o de los Dioses Exteriores, porque «dicho conocimiento no es bueno para el hombre». Destrozaría nuestra cómoda perspectiva y tendríamos que afrontar nuestra auténtica y peligrosa posición en el cosmos. El narrador desea evitar eso a sus contemporáneos. Y dice que se llevará el secreto a la tumba… en cuanto finaliza su relato de ese mismo secreto para que lo lea la posteridad. Esta es otra contradicción cargada de significado retórico. Su propósito es identificarte con el papel del indagador. A medida que el narrador —por ejemplo, Francis Wayland Thurston en «La llamada de Cthulhu»— cuenta paulatinamente cómo unió todos los puntos del dibujo, estáis reviviendo el proceso con él, para poder llegar a la misma conclusión escalofriante. Es otro efecto de mise-en-abyme, esta vez con la escena en miniatura dentro de la página proyectándose hacia fuera, reflejándose a sí misma, magnificada, sobre el lector.

Además de eso, este tema de un conocimiento lo bastante terrible como para destrozar nuestra perspectiva del mundo, que sin embargo nunca se revela al lector, refleja una característica estructural de la propia narrativa, como señala Tzvetan Todorov en su análisis de «El dibujo de la alfombra» de Henry James («El secreto de la narrativa», en La poesía de la prosa de Todorov). Un lector de un famoso autor conoce a su héroe, que le pide que vuelva a leer de nuevo sus historias tratando de aislar un tema subyacente que recorre todas ellas como el diseño de una alfombra, desapercibido pero básico para la impresión artística de la alfombra en su conjunto. Nunca lo encuentra. Todorov dice que es porque un elemento no evidente en una historia solo puede realizar su función si permanece implícito. Si se llama la atención sobre él durante un instante y se le da nombre, nunca más funciona (por eso, tanto análisis literario, al desnudar la anatomía oculta de la historia, arruina esa historia). Tiene que ver con la dialéctica de la «ceguera y la percepción» de Paul de Man, mediante la que se nos permite ver algunas cosas en un texto precisamente por nuestra incapacidad para ver otras. Irónicamente, si advirtiéramos de repente estas últimas, estaríamos andando antes de haber aprendido a gatear, y no haríamos bien ni una cosa ni la otra.

Las blasfemias ocultas en el Necronomicón son el dibujo de la alfombra voladora de Alhazred. Ese dibujo es la parte no revelada del texto que el propio Lovecraft habría «omitido», las verdades que Alhazred solo se atreve a insinuar en el texto y que atribuía a fuentes más antiguas y misteriosas que su propio libro. Si estos horrores tuvieran que conocerse y presentarse a las claras al lector, se haría añicos el efecto de las historias, ya que la inevitable decepción habría disipado la tensión y las maravillas del suspense. Los horrores del Necronomicón nos estremecen precisamente por no revelarse. Solo pueden ser eficaces y estar presentes en su ausencia.

Solo podemos contemplar el semblante de Medusa en un espejo borroso, o la historia, en vez del lector, se convertirá en piedra sin vida.

Unas últimas palabras acerca del contenido de esta colección. Las notas explicarán la mayoría de las cosas que es necesario saber. Me gustaría explicar cómo el concepto del Necronomicón como símbolo del antiguo saber arcano ha dictado nuestra selección de material. Es obvio que el subtexto de la historia del «libro prohibido», el gancho invisible de la vida real que nos atrae, es el desafío de rebuscar en las tiendas de libros antiguos buscando un volumen poco común ansiado desde hace tiempo. Cuando un devoto de Lovecraft ve la palabra Necronomicón en un relato en el que alguien está tratando de conseguirlo o aparece en la estantería de un edificio abandonado, lo que ese lector ve es El intruso y otros cuentos. Historias como «El vampiro estelar» de Robert Bloch o «El ser en el tejado» de Robert E. Howard se cortan por el mismo patrón cuando uno escucha rumores entre los aficionados a Lovecraft que una vez se tropezaron con un ejemplar tirado de El intruso por un dólar en un puesto callejero. El equivalente del mundo real del buscador lovecraftiano de secretos prohibidos no es el creyente patético en uno u otro de los pseudonecronomicones (véanse los ejemplos incluidos en este libro), sino el coleccionista ávido que peina todas las tiendas de segunda mano y de compra/venta en busca del último volumen perdido que necesita para completar su colección. Por consiguiente, las historias de este libro son, en su mayoría, relatos poco comunes de los que nunca habrán oído hablar la mayoría de los lectores, o al menos nunca los habrán visto. La mayoría son de la época pulp, unos pocos de fanzines o revistas más actuales.

Los coleccionistas de los Mitos se muestran notoriamente dispuestos a leer y catalogar cualquier relato que emplee, aunque sea de manera modesta, los términos asociados con diferentes grimorios, nombres divinos o lugares lovecraftianos. El uso tal vez sea puramente marginal, un ligero matiz asociativo. Tales referencias se limitan a aderezar una historia que debería ser eficaz por otras razones más sólidas de su argumento, caracterización, visión filosófica, etc. Aunque a los admiradores de Lovecraft les encanta descubrir dichas referencias marginales al saber cthuloideo en la letra pequeña de una historia, los editores y recopiladores de antologías están más interesados en usar historias que sean buenas por propio derecho. De este modo muchos viejos relatos, cuyo principal interés para nosotros reside en sus sutiles referencias a los Mitos, no han estado disponibles o incluso han sido olvidados por editores con diferentes prioridades. Por suerte para todos, esta colección tiene un editor que es tan fanático completista como vosotros. Y os acompaño en el festín demoniaco que se os presenta en estas páginas.

Robert M. Price
En la hora del caminar amenazador
tras la puerta tres veces atrancada
5 de Julio de 1995

Si no se indica lo contrario, el contenido de esta página se ofrece bajo Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License