La Sombra del Chapitel

William Hurley era irlandés de nacimiento y taxista de profesión. Sería, pues, redundante calificarle de charlatán.

En el mismísimo instante en que, cierto cálido atardecer veraniego, tomó a un pasajero en el centro de Providence, se puso a charlar. El pasajero era alto y delgado, de treinta y pocos años, y llevaba una cartera. Se sentó en el asiento posterior y rogó al conductor que le llevase a determinado número de Benefit Street. Hurley puso en marcha vehículo y lengua a toda velocidad.

Inició la conversación —que sería estrictamente unilateral— comentando diversos resultados de béisbol. El más sorprendente era, a su juicio, la derrota sufrida por los Gigantes. Indiferente al silencio de su pasajero, formuló luego algunas observaciones sobre el tiempo, detallando las condiciones atmosféricas pasadas, presentes y previstas para el futuro. Al no obtener tampoco contestación, el taxista procedió a analizar cierto suceso local del que informaba la prensa vespertina, a saber: la huida, aquella misma mañana, de dos panteras negras del Langer Brothers Circus, que solía instalarse de cuando en cuando en la ciudad. Por último, preguntó directamente al pasajero si no habría visto por casualidad un par de panteras negras vagando por los alrededores. El pasajero se limitó a mover la cabeza negativamente.

El conductor entonces hizo varios comentarios poco halagüeños sobre la competencia de la policía local. No le extrañaba que no capturasen a esas dos fieras. Según afirmó, los policías de la ciudad no eran capaces de coger ni un constipado, aunque se pasasen un año entero en un frigorífico. Este evidente rasgo de ingenio no pareció divertir al pasajero y, antes de que Hurley reanudase su monólogo, llegaron al número indicado de Benefit Street. Ochenta y nueve centavos cambiaron de bolsillo, pasajero y cartera se apearon y el taxi emprendió de nuevo la marcha.

En aquellos momentos, William Hurley ignoraba que pronto se iba a convertir oficialmente en la última persona que había visto con vida a su callado pasajero.

Lo demás son conjeturas (afortunadamente, tal vez). Cierto, sin embargo, que de lo que sucedió aquella noche en el viejo caserón de Benefit Street es fácil sacar ciertas conclusiones. Lo difícil es aceptarlas con ánimo leve.

Uno de los detalles más fáciles de esclarecer es el extraño silencio y la distante altivez del pasajero de Hurley. Este pasajero —Edmund Fiske, de Chicago (Illinois)— se dedicó, durante todo el trayecto, a meditar sobre la culminación de quince años de búsquedas e investigaciones. En efecto, aquel recorrido en taxi representaba para él la última etapa de su largo camino y, durante ella, pasó revista a las vicisitudes sufridas en el curso de su aventura.

Las investigaciones de Edmund Fiske habían comenzado el 8 de agosto de 1935, con motivo del fallecimiento de su íntimo amigo Robert Harrison Blake, de Milwaukee.

Durante su adolescencia, Blake, movido —como el propio Fiske— por su precoz y entusiasta interés hacia la literatura fantástica, había formado parte del «Círculo de Lovecraft», de ese grupo de escritores que mantenían correspondencia entre sí y con Howard Phillips Lovecraft, de Providence, ya fallecido.

Fiske y Blake se habían conocido precisamente a través de dicha correspondencia. Luego intercambiaron visitas: el uno fue a Milwaukee y después el otro a Chicago. Y en torno a su común interés por la literatura terrorífica y el arte fantástico fue cristalizando una sólida amistad que se truncó por el inesperado e inexplicable fallecimiento de Blake.

La mayor parte de las circunstancias que concurrieron en la muerte de éste y algunas de las conjeturas que entonces se hicieron fueron recogidas por Lovecraft en su relato «El Morador de las Tinieblas», que se publicó año y pico después de haber muerto el joven Blake.

Lovecraft se hallaba en una situación inmejorable para conocer lo sucedido. El había sido precisamente quien, a principios de 1935, aconsejó a Blake que se trasladase a Providence, y él también quien le encontró alojamiento en College Street. Así, pues, los hechos singulares que culminaron con la muerte del joven Robert Harrison Blake fueron relatados por el maduro y fantástico escritor en su doble calidad de amigo y vecino.

En dicho relato, Lovecraft nos cuenta que Blake quería escribir una novela sobre ciertos ritos brujeriles que habían sobrevivido en Nueva Inglaterra, pero, con su característica modestia, omite que él le ayudó considerablemente, proporcionándole material. Según parece, Blake empezó a escribir su novela y acabó mezclado en un horror que superaba con mucho los de su propia imaginación.

En efecto, Blake se sintió atraído por una iglesia abandonada, negra, casi en ruinas, que se alzaba en Federal Hill y que antaño había sido escenario de cultos esotéricos. En los primeros días de la primavera, visitó el edificio, que, por cierto, todo el mundo evitaba, e hizo en él determinados descubrimientos que (a juicio de Lovecraft) lo condenaban irremisiblemente a morir.

Lo sucedido fue, en pocas palabras, lo siguiente: Blake entró en la iglesia, cuyas puertas además estaban condenadas, y se encontró con el esqueleto de un tal Edwin M. Lillibridge, que había sido redactor del Providence Telegram y que, a juzgar por las apariencias, había emprendido en 1893 una investigación análoga a la de Blake. El hecho de que su muerte hubiera quedado sin explicar ya resultaba de por sí bastante alarmante, pero mucho más lo era el de que nadie se hubiera atrevido a entrar en la iglesia desde aquel remoto año, ya que, en tal caso, su cadáver no seguiría allí.

En la chaqueta del desventurado periodista, Blake encontró un cuaderno de notas que permitía adivinar en parte lo sucedido.

Un tal profesor Bowen, de Providence, había viajado mucho por Egipto y en 1843, durante unas excavaciones que dirigió en el sepulcro de Nefrén—Ka, había efectuado un descubrimiento insólito.

Nefrén—Ka es «el faraón olvidado», cuyo nombre fue maldito por los sacerdotes y borrado de todas las crónicas dinásticas. Por entonces, el joven escritor estaban familiarizado con el nombre de Nefrén—Ka porque otro escritor de Milwaukee acababa de publicar una narración titulada «El Santuario del Faraón Negro» que trataba justamente de este gobernante casi legendario. Pero el descubrimiento que hizo Bowen en su sepulcro fue completamente inesperado.

En el cuaderno del periodista no se precisaba la índole de dicho descubrimiento, pero en cambio se enumeraban, con gran exactitud y en orden cronológico, ciertos hechos ocurridos a continuación. Inmediatamente después de hacer el descubrimiento, el profesor Bowen había abandonado las excavaciones y regresado a Providence. En 1844 adquirió en esta ciudad el edificio de la Iglesia del Libre Albedrío, que convirtió en sede de una secta religiosa llamada «Sabiduría de las Estrellas».

Los miembros de dicha secta, que evidentemente habían sido reclutados por el propio Bowen, eran adoradores de una entidad a la que llamaban «El Morador de las Tinieblas». Hundiendo la mirada en cierto cristal sagrado, conseguían evocar a dicha entidad, a la que rendían culto mediante sacrificios de sangre.

Al menos, éste es el fantástico bulo que había circulado en Providence por aquellos tiempos y a consecuencia del cual la iglesia en cuestión se había convertido en un lugar maldito que la gente procuraba evitar. Tales temores supersticiosos fomentaron la inquietud del vecindario, que pronto se tradujo en acción directa. En mayo de 1877 las autoridades, coaccionadas por el público, disolvieron la secta, muchos de cuyos miembros abandonaron súbitamente la ciudad.

La propia iglesia fue cerrada y sellada. Aunque parezca imposible, la curiosidad de las gentes no pudo vencer el temor supersticioso que inspiraba el edificio, de modo que nadie se atrevió a entrar en él hasta que, en 1893, el periodista Lillibridge decidió emprender su desdichada investigación.

En esencia, tales eran los hechos recogidos en el cuaderno encontrado junto a los restos del periodista. Blake lo leyó, pero no por ello abandonó su proyecto, y siguió registrando la iglesia. Por último, dio con el misterioso objeto encontrado por Bowen en el sepulcro egipcio, objeto que servía de centro y eje a los rituales mágicos de la antigua secta. Se trataba de un estuche metálico, asimétrico, cuya tapa —dotada de extraños goznes— llevaba muchísimos años sin cerrar. En su interior, suspendido por siete soportes, había un cristal poliédrico de diez centímetros de longitud y de color negro rojizo. Pero Blake no sólo lo vio, sino que lo miró; y no sólo lo miró sino que hundió su mirada en él, precisamente como la hundían los adoradores del «Morador» y con idénticos resultados. Pronto fue asaltado por extraños fenómenos psíquicos y por «visiones de otras tierras y de los espacios transestelares», que han pasado luego a formar parte de la superstición popular.

Y entonces Blake cometió su gran, su enorme equivocación: cerró la caja.

Según las creencias recogidas por Lillibridge, el modo de invocar a la propia entidad extraterrestre, al Morador de las Tinieblas en persona, era precisamente cerrar la caja. Era una criatura de las tinieblas y no podía soportar la luz. Y por la noche, en la negrura de aquella iglesia ruinosa de ventanas condenadas, respondió a la invocación

Blake huyó aterrado de la iglesia, pero el daño ya estaba hecho. A mediados de julio, en el curso de una tormenta, se produjo un apagón que dejó Providence a oscuras durante una hora y la colonia italiana vecina a la iglesia abandonada oyó ruidos sordos y torpes en el interior de sus muros envueltos en sombras.

A pesar de la lluvia, estos vecinos salieron en masa a la calle con velas y linternas encendidas para evitar, mediante una barrera luminosa, la aparición de la temida criatura que allí moraba.

Esta reacción pública ponía de manifiesto que la vieja leyenda seguía gozando de crédito en el vecindario. A raíz de esta tormenta, la prensa se interesó en el asunto y el día 17 de julio penetraron en la vieja iglesia dos periodistas acompañados de un policía. No descubrieron nada de particular, excepto ciertas manchas pringosas e inexplicables que ensuciaban las escaleras y los bancos.

Al cabo de un mes escaso —exactamente el 8 de agosto a las 2,35 de la madrugada—, durante una tormenta acompañada de gran aparato eléctrico, Robert Blake falleció mientras se hallaba sentado ante la ventana de su apartamento de College Street.

En el curso de dicha tormenta, durante los minutos que precedieron su muerte, Blake garrapateó en su diario frenéticas anotaciones que reflejaban sus obsesiones y terrores más íntimos en relación con el Morador de las. Tinieblas. Blake estaba persuadido de que, al haber mirado el extraño cristal contenido en la caja, había establecido algún tipo de vínculo con aquella criatura extraterrestre. Creía además —y con toda firmeza— que, al cerrar la caja, dicha criatura había resultado invocada y obligada a morar en las tinieblas del chapitel. Tampoco dudaba de que su propio destino estaba ligado irrevocablemente al del monstruo.

Todo esto es lo que revelan sus últimos mensajes, anotados apresuradamente mientras, desde su ventana, contemplaba los progresos de la tormenta.

Mientras tanto, en Federal Hill, en torno a la iglesia, se había congregado una multitud de italianos aterrados que, como anteriormente, rodearon el edificio de una barrera luminosa. Es innegable que se oyeron ruidos alarmantes procedentes del interior de la iglesia condenada. De ello dan fe, por lo menos, dos testigos que la merecen plenamente: el padre Meruzzo, de la iglesia del Espíritu Santo, que se hallaba presente para tranquilizar a su grey, y el agente (hoy sargento) William J. Monahan, de la Comisaría Central, que se esforzaba por mantener el orden y evitar el pánico colectivo. Este último aseguró haber visto personalmente una «mancha borrosa», como una humareda, que, a su juicio, salió del chapitel del antiguo campanario del edificio en el mismo momento en que estallaba el postrer relámpago de la tormenta.

Este último relámpago, rayo, bola de fuego o como se le quiera llamar, inundó toda la ciudad de una luz cegadora, quizá en el mismo instante en que Robert Harrison Blake, situado en la otra punta de la población, garrapateaba estas palabras: «¿Acaso no es un avatar de Nyarlathotep, que ya en la antigua y sombría Khem había tomado apariencia de hombre?»

Pocos momentos después, murió. A pesar de que la ventana se hallaba intacta, el médico forense dictaminó que la causa de la muerte había sido «una descarga eléctrica». Este diagnóstico no convenció, según Lovecraft, a otro médico amigo suyo, quien, al día siguiente, intervino en el asunto. Pese a carecer de autorización judicial, entró en la iglesia y subió al chapitel sin ventanas, en cuyo interior encontró la rara caja asimétrica —¿acaso de oro?— y la sorprendente piedra cristalina que contenía. Al parecer, lo primero que hizo a continuación fue levantar la tapa de la caja y exponer su contenido a la luz del sol. Y lo segundo, que se sepa, fue alquilar una embarcación y arrojar caja y piedra al canal más profundo de la Bahía de Narragansett.

Aquí termina el relato de la muerte de Blake, que —como pura ficción literaria— escribió y publicó Lovecraft. Y aquí empiezan las investigaciones de Edmund Fiske, que duraron quince años.

Naturalmente, Fiske había estado al corriente de algunos de los hechos recogidos en el supuesto cuento de Lovecraft. Cuando, aquella primavera, Blake marchó a Providence, Fiske le había prometido hacer todo lo posible por visitarle al otoño siguiente. Al principio, ambos amigos habían mantenido una correspondencia regular, pero, al empezar el verano, Blake dejó de contestarle.

Por entonces, como es lógico, Fiske ignoraba la exploración que había efectuado su amigo en la iglesia en ruinas. Como no le pareció justificado el silencio de Blake, escribió a Lovecraft por si éste podía darle alguna explicación.

Poco fue de lo que Lovecraft le pudo informar. Según le refirió, el joven Blake le había visitado a menudo durante sus primeras semanas de estancia en Providence, le había consultado algunos detalles relativos a la novela que quería escribir y juntos habían dado algunos paseos nocturnos por la ciudad.

Pero durante el verano Blake había dejado de ir a su casa o de llamarle. Lovecraft era un hombre tímido y retraído y no entraba en sus costumbres imponer su presencia a los demás ni mezclarse en vidas ajenas. Por lo tanto, dejó transcurrir varias semanas sin buscar a Blake.

Cuando, por fin, fue a visitarlo, lo halló excitadísimo y supo por él de sus aventuras en la terrible y solitaria iglesia de Federal Hill. Lovecraft tuvo con el adolescente palabras de advertencia y consejo, pero ya era demasiado tarde. A la semana de su visita ocurrió el terrible desenlace.

Fiske se enteró de él, por Lovecraft, al día siguiente, y tuvo que enfrentarse con la dura tarea de comunicárselo a los padres de Blake. Estuvo tentado por acudir inmediatamente a Providence, pero la falta de dinero y la urgencia de sus propios asuntos domésticos le obligaron a abandonar esta idea. Cuando llegaron los restos mortales de su amigo, Fiske asistió a la breve ceremonia de cremación.

Por entonces fue cuando Lovecraft inició sus propias pesquisas, que dieron como resultado su conocida narración. Y aquí debía haberse puesto el punto final al asunto.

Pero Fiske no se quedó satisfecho.

Su mejor amigo había muerto en circunstancias que aún los más escépticos tendrían que calificar de misteriosa. Las autoridades locales habían explicado los hechos de modo fatuo e inadecuado y dado un carpetazo demasiado rápido al asunto.

Fiske decidió averiguar la verdad.

No hay que olvidar un hecho muy notable: tanto Lovecraft y Blake como Fiske eran escritores profesionales muy interesados en lo sobrenatural o supranormal. Los tres tenían acceso a un abundante material bibliográfico referente a leyendas y supersticiones antiguas. Resulta un tanto irónico que de tan extensos conocimientos sólo se limitasen a hacer uso en sus vagabundeos por la llamada «literatura fantástica», pero cabe afirmar que sus propias experiencias impedían a los tres tomar a broma, como sus lectores, los mitos de que trataban sus obras.

En efecto, como escribió Fiske a Lovecraft, «sabemos que la palabra “mito” no es más que un cortés eufemismo. La muerte de Blake no es un mito sino una espantosa realidad. Le ruego que investigue a fondo y estudie el problema en su totalidad, ya que si el diario de Blake contiene algo de verdad, por muy remota y desfigurada que sea, no hay ni que decir el peligro que acecha al mundo».

Lovecraft prometió su ayuda, descubrió el destino de la caja metálica y su contenido y se esforzó en vano por concertar una entrevista con el Dr. Ambrose Dexter, domiciliado en Benefit Street. Al parecer, el Dr. Dexter había abandonado la ciudad inmediatamente después de hurtar el «Trapezoedro Resplandeciente» —como lo llamaba Lovecraft— y de deshacerse de él.

Lovecraft entonces se entrevistó con el padre Meruzzo y con el agente Monahan, estudió sistemáticamente los periódicos atrasados en la hemeroteca y procuró reconstruir la historia de la secta «Sabiduría de las Estrellas» y la del ser a que ésta rendía culto.

Naturalmente, descubrió muchas más cosas que las que se atrevió a poner en su presunto cuento, que iba destinado a una revista popular. En las cartas que dirigió a Fiske desde finales de otoño hasta principios de la primavera de 1936, hay alusiones y referencias a ciertas «amenazas procedentes del Exterior». Sin embargo, procuró tranquilizar a Fiske, haciéndole ver que, cualesquiera que fuesen tales amenazas, y aun si su índole era más real que sobrenatural, el peligro había quedado conjurado desde el momento en que el Dr. Dexter eliminó el Trapezoedro Resplandeciente, sin el cual no era posible invocar a la entidad ultraterrena.

Tal fue, en esencia, el resultado de las investigaciones de Lovecraft. Durante algún tiempo, las cosas siguieron así.

A principios de 1937, Fiske arregló sus asuntos para trasladarse a Providence y visitar a Lovecraft. Tenía la intención de profundizar por su cuenta las investigaciones efectuadas en torno a la causa de muerte de su amigo. Pero una vez más las circunstancias desbarataron sus planes, pues, en marzo de aquel año, murió Lovecraft. Su inesperado fallecimiento sumió a Fiske en un largo período de desesperación del que tardó en recobrarse. Hasta casi un año después no se halló en condiciones de trasladarse a Providence. Y fue entonces cuando, por primera vez, visitó personalmente el escenario de los trágicos sucesos que habían culminado con la muerte de Blake.

Aún persistían en la ciudad algunas oscuras sospechas no expresadas abiertamente. El médico forense se había mostrado voluble y precipitado, Lovecraft había extremado su tacto y su prudencia, la prensa y el público en general habían aceptado las explicaciones dadas; pero Blake estaba muerto y, en las tinieblas de aquella noche ya lejana, algo terrible había surgido del chapitel.

Fiske creía que, si pudiera visitar la iglesia maldita, hablar con el Dr. Dexter, descubrir por qué motivos había intervenido éste en el asunto y encontrar alguna pista, tal vez consiguiera hallar la verdad o, al menos, limpiar el nombre de su amigo muerto de toda sospecha de desequilibrio mental.

Por tanto, lo primero que hizo al llegar a Providence, tras inscribirse en un hotel, fue encaminar sus pasos hacia la ruinosa iglesia de Federal Hill.

De esta primera gestión sólo obtuvo un chasco inmediato e inevitable. La iglesia en cuestión ya no existía. El otoño anterior, el Municipio había tomado posesión del edificio y lo había mandado derruir. El negro y siniestro chapitel ya no arrojaba su sombra ominosa sobre la colina.

Inmediatamente Fiske decidió visitar al padre Meruzzo, en la cercana iglesia del Espíritu Santo. Pero allí se enteró de que aquel excelente sacerdote había fallecido en 1936, unos meses después que el joven Blake.

Sin dejarse vencer por el creciente desánimo, Fiske intentó localizar al .Dr. Dexter, pero su viejo caserón de Benefit Street estaba cerrado y vacío. Llamó entonces al Servicio de Información Sanitaria, donde se le hizo saber escuetamente que Ambrose Dexter, doctor en Medicina, había abandonado la ciudad por tiempo indefinido.

De su visita a la redacción del Bulletin local tampoco obtuvo resultados positivos. Se le permitió —eso sí— curiosear en los archivos del periódico y tuvo así oportunidad de leer la reseña —asépticamente objetiva e insultantemente breve— de la muerte de Blake. Pero los dos redactores que firmaban el reportaje, que eran los mismos que habían visitado personalmente la iglesia de Federal Hill, ya no trabajaban en el periódico porque les habían ofrecido un empleo mejor en otra ciudad.

Naturalmente, no eran éstas las únicas pistas. Había otras varias que Fiske siguió durante la semana siguiente. Pero todas resultaron infructuosas. Examinó un ejemplar del «Quién es quién» que no añadió ningún detalle significativo a la imagen que se había formado del Dr. Dexter: había nacido en Providence, donde residía; tenía cuarenta años de edad; era soltero; ejercía la medicina general y pertenecía a varias asociaciones profesionales. Esto era todo. No figuraba la menor indicación sobre aficiones insólitas o intereses inusitados que permitieran esclarecer los motivos que le habían impulsado a intervenir en el asunto.

Por fin Fiske logró dar con el paradero del sargento William J. Monahan, de la Comisaría Central, y hablar así por primera vez con una persona directamente relacionada con los hechos que a él le interesaban. Monahan se mostró cortés pero un tanto receloso.

A pesar de que Fiske le contó detalladamente sus temores y pesquisas, el policía mantuvo una prudente reserva.

—De veras que no tengo nada que contarle —aseguró—. Es cierto, como dijo el señor Lovecraft, que yo estuve esa noche en la iglesia. Pero es que se había reunido mucho personal y no quiera usted saber la que se podía haber organizado si se desmandan unos cuantos. En ese barrio hay tipos de cuidado. Es cierto que la iglesia tenía mala fama, pero yo no sé nada. El que sí le podía haber dado más informes era Sheeley.

—¿Sheeley? —exclamó Fiske.

—Sí, Bert Sheeley. Era su zona, ¿sabe? Yo estaba allí sólo para sustituirle porque él estaba de baja con pulmonía. Yo me creía que iba a ser sólo un par de semanas, pero como se murió…

Fiske lanzó un amargo suspiro. ¡Otra fuente de información que desaparecía! Blake estaba muerto; Lovecraft, muerto; el padre Meruzzo, muerto; y ahora resultaba que el tal Bert Sheeley también había muerto. Los periodistas se habían ido y el doctor Dexter había desaparecido misteriosamente. Fiske movió la cabeza tristemente, pero insistió:

—Por favor, fíjese bien. Aquella noche, cuando vio usted la mancha en el cielo, ¿no vio usted nada más? ¿Oyó algún ruido especial? ¿Alguno de los vecinos dijo algo que le llamara la atención? Haga un esfuerzo, por favor. Cualquier detalle que usted recuerde puede ser de gran importancia para mí.

Monahan negó con la cabeza.

—Lo que es ruidos, ya lo creo que los había —contestó—. Pero con todos los truenos y todo el escándalo, ¡sabe Dios si venían de dentro de la iglesia, como decía el señor Lovecraft! Y tocante al personal, figúrese usted el panorama: las mujeres chillando, los hombres rezando, y los truenos y el viento… Y yo, que guardaran el orden, que es mi obligación; pero no me oía ni mi propia voz. Conque figúrese Si. me fijaría en lo que decía el personal…

—¿Y la mancha? —insistió Fiske.

—Sí, la mancha. Pues nada, eso: una mancha. Nada más. Una humareda o una nube. ¿Qué sé yo? A lo mejor era una sombra de algo. Pero al momento vino un relámpago. O sea, que ya no vi ni diablos ni mostros ni seres imborrecibles de esos que saca el señor Lovecraft en sus novelas, que parecen cosa de locos.

Lleno de autosuficiencia, el sargento Monahan se encogió de hombros y descolgó el teléfono para contestar una llamada. Era evidente que daba por terminada la entrevista.

Tales fueron de momento los resultados obtenidos por Fiske. Se pasó el día siguiente en el hotel, telefoneando a todos los Dexter del listín por si localizaba a algún pariente del médico desaparecido. Pero no le sirvió de nada. Se pasó otro día entero en una barca, en la bahía de Narragansett, tratando laboriosamente de familiarizarse con la situación de su «canal más profundo» mencionado por Lovecraft en su narración.

Después de perder toda una semana en Providence, Fiske tuvo que confesarse derrotado y regresó a Chicago, a su trabajo y sus quehaceres habituales. Poco a poco, el caso de Blake fue pasando a un segundo plano de sus intereses, pero nunca lo olvidó del todo ni abandonó su proyecto de desentrañar finalmente el misterio, si es que misterio había.

En 1941, durante un permiso que le concedieron en el campamento de instrucción, el soldado de primera Edmund Fiske pasó por Providence, camino de Nueva York, y aprovechó la oportunidad para intentar localizar de nuevo —y otra vez sin éxito— al Dr. Ambrose Dexter.

En los años 1942 y 1943, desde su destino en ultramar, el sargento Edmund Fiske escribió varias cartas dirigidas al Dr. Ambrose Dexter, Cuartel de Intendencia, Providence (Rhode Island). Tales cartas jamás fueron contestadas y aun se duda si recibidas.

En 1945, en un salón de lectura de las fuerzas norteamericanas acuarteladas en Honolulú, cayó en manos de Fiske cierta revista de astrofísica donde se mencionaba una reunión científica celebrada hacía poco en la Universidad de Princeton. Para su sorpresa, el principal orador había sido el Dr. Ambrose Dexter, que había pronunciado una conferencia sobre «Aplicaciones prácticas de la astrofísica a la técnica militar».

Fiske no regresó a los Estados Unidos hasta finales de 1946. Durante el año siguiente se dedicó, como es natural, a reorganizar su vida. En 1948 volvió a tropezar por casualidad con el nombre del Dr. Dexter, que figuraba esta vez en una lista de «investigadores de física nuclear» publicada por un gran semanario de ámbito nacional. Escribió a la redacción de dicho semanario, solicitando más datos sobre Dexter, pero no recibió contestación. Envió otra carta a Providence, con idéntico resultado.

En 1949, a últimos de año, el nombre de Dexter llamó una vez más la atención de Fiske desde las columnas de los periódicos. En esta ocasión se le mencionaba con motivo de ciertos debates relacionados con la secretísima Bomba H.

Fiske dio de lado sus sospechas, sus temores, sus fantásticas conjeturas, y decidió actuar. Escribió entonces a un tal Ogden Purvis, que ejercía como detective privado de Providence, y le encargó que localizase al Dr. Ambrose Dexter. Lo único que deseaba es que le pusiera en contacto con él. Estaba dispuesto a pagar un elevado anticipo. Purvis cerró el trato.

Los primeros informes que el detective envió a Fiske, a Chicago, resultaron desalentadores. El domicilio de Dexter seguía deshabitado y el propio Dexter, según datos obtenidos de fuentes oficiales, se hallaba en misión especial. De ello deducía el detective, al parecer, que se trataba de una persona irreprochable consagrada a actividades muy secretas relacionadas con la defensa del país.

La primera reacción de Fiske fue de pánico.

Elevó los honorarios ofrecidos a Purvis e insistió en que éste redoblase sus esfuerzos por encontrar al escurridizo Dr. Dexter.

En el invierno de 1950, Fiske recibió otro informe del detective, comunicándole que había seguido todas los pistas indicadas por él y que una de ellas le había conducido por último a Tom Jonas.

Tom Jonas era propietario de la barca alquilada, en aquella lejana noche veraniega de 1935, por el Dr. Dexter. Y era él en persona quien había manejado los remos y conducido la pequeña embarcación hasta «el canal más profundo de la bahía de Narragansett».

Una vez allí, mientras Tom Jonas descansaba, Dexter había arrojado al agua una caja asimétrica de metal mate, cuya tapa abierta permitía ver en su interior el Trapezoedro Resplandeciente.

El viejo pescador había hablado al detective con toda libertad y franqueza. El informe confidencial de éste recogía textualmente sus palabras.

—Cosa rara. Muy rara —decía Jonas—. Me dijo que me daba veinte billetes si le llevaba en barca en mitad de medianoche para largar a la mar aquel ojebto con caja y todo. Decía que no había mal en ello y que no hacía daño a nadien y que era un recuerdo de no sé qué y que se lo quería quitar de encima. Pero se pasó todo el rato mirando una cosa como una piedra preciosa que había en la caja y no paró de hablar para sus adentros. Y era un idioma de extranjeros. No era francés ni alemán ni italiano. Polaco, a lo mejor sí. Pero da igual porque no me recuerdo de las palabras que decía. A mí me parecía que iba como bebido. O sea, que no es que yo quiera hablar mal de él, a ver si me comprende, que el señor dotor es de muy buena familia, aunque hace tiempo que no se le ve por aquí, que yo sepa. Pero a mí me se hace que iba un poquitín colocado, a ver si me comprende. Si no, ¿de qué me iba a pagar veinte machacantes por ese trabajo?

El monólogo del viejo pescador, tomado textualmente, era bastante largo, pero no contenía ninguna explicación del extraño asunto. Terminaba así:

—Y pa mí que se alegró de quitárselo de encima, si mal no me equivoco. A la vuelta me dijo, dice: «De esto, ni palabra a nadien». Pero, lo que yo me digo, con los años que han pasado, no hay mal ya en decirlo. Y además a las autoridades hay que contárselo todo.

No cabía duda de que, para hacer hablar a Jonas, el detective había recurrido a un truco muy poco decente: a hacerse pasar por un policía de verdad.

Pero esto no preocupó a Fiske en lo más mínimo. ¡No era poco haber conseguido, al menos, un testimonio de primera mano! Tan satisfecho se sintió, que envió a Purvis un nuevo giro, junto con la indicación de que prosiguiera sus pesquisas. Transcurrieron varios meses de espera.

Por fin, ya casi en el verano, llegó la noticia que tanto había anhelado Fiske. El Dr. Dexter había regresado, instalándose de nuevo en su domicilio de Benefit Street. Puertas y ventanas se habían vuelto a abrir, varios camiones de mudanzas habían devuelto a la casa su mobiliario y hasta había hecho su aparición un criado encargado de abrir la puerta y recoger los recados telefónicos.

El Dr. Dexter no estaba en casa para nadie (incluido el detective privado). Al parecer, se hallaba convaleciente de una grave enfermedad contraída durante sus años de servicio oficial. Purvis le dejó una tarjeta y el doctor prometió darle contestación. Pero ésta no llegó, pese a las repetidas llamadas telefónicas del detective.

A pesar de espiar largamente la casa y de interrogar concienzudamente a los vecinos, tampoco consiguió Purvis echar la vista encima al médico en persona ni hablar con nadie que lo hubiera visto en la calle.

Las tiendas recibían regularmente sus pedidos, en su buzón de correos aparecían cartas y las luces brillaban durante toda la noche en el caserón de Benefit Street.

En realidad, éste fue el único detalle que pudo aducir Purvis en apoyo de cualquier posible rareza del Dr. Dexter. Al parecer, mantenía todas las luces encendidas durante las veinticuatro horas del día.

Inmediatamente, Fiske escribió una carta al Dr. Dexter y, a los pocos días, otra. Pero siguió sin recibir respuesta. Y después de leer varios informes más de Purvis, todos ellos igualmente faltos de interés, se lió la manta a la cabeza y decidió trasladarse a Providence para hablar con Dexter como fuera.

Admitía la posibilidad de que sus sospechas fuesen completamente falsas. Acaso también fuese errónea su suposición de que Dexter se hallaba en condiciones de rehabilitar el nombre de su amigo muerto. Tal vez incluso se equivocaba al imaginar la existencia de un vínculo cualquiera entre ambos. Pero llevaba quince años de angustiosa meditación y ya era hora de poner fin a su propio conflicto interior.

Así, pues, a finales de verano, Fiske telegrafió a Purvis para comunicarle sus intenciones y para citarle, a su llegada, en el hotel donde se alojaría.

Y así fue cómo Edmund Fiske se presentó en Providence por última vez. El día de su llegada, el equipo de los Gigantes había perdido, del Langer Brothers Circus se habían escapado dos panteras y el taxista William Hurley tenía más ganas de cháchara que de costumbre.

Al llegar al hotel, vio que Purvis no había llegado aún, y era tal su impaciencia que decidió actuar por su cuenta. Al atardecer, como hemos visto, tomó un taxi que le llevó a Benefit Street.

Al abandonar el taxi, Fiske se halló ante la morada de Dexter y contempló su lujosa puerta y las luces que se derramaban desde las ventanas del piso superior. Junto a la puerta habla una pequeña placa de bronce en la que, a la luz de las ventanas, podía leerse una breve inscripción: «Ambrose Dexter. Médico».

Estos detalles, pese a su trivialidad, contribuyeron a tranquilizar a Fiske. Aunque no se dejase ver, era evidente que el doctor no trataba de ocultar su presencia en su domicilio. Las luces resplandecientes y la placa de bronce eran signos de buen augurio.

Fiske se encogió de hombros y tocó el timbre.

Al momento se abrió la puerta y apareció un hombrecito de piel muy morena que le hizo una ligera reverencia.

—¿El doctor Dexter, por favor?

—El doctor no recibe visitas. Está enfermo.

—¿Querría usted darle un recado, por favor?

—No faltaría más, señor —sonrió el moreno servidor.

—Dígale que desea verle Edmund Fiske durante unos momentos sólo y cuando a él le venga bien. He venido de Chicago sólo para hablar con él, pero lo que tengo que decirle apenas le robará tiempo.

—Espere un momento, por favor.

La puerta se cerró. Fiske permaneció en las crecientes tinieblas, pasándose la cartera de una a otra mano.

De pronto la puerta se volvió a abrir. El criado le miró fijamente.

—Señor Fiske, ¿es usted el señor que le escribió la cartas?

—¿Las cartas? ¡Ah, sí! yo soy, en efecto. No sabía que el doctor las había recibido.

El criado volvió a inclinar la cabeza.

—Eso no lo Sé. El doctor me ha dicho que, si usted era el que le había escrito las cartas, le dejase entrar.

Fiske se permitió exhalar un suspiro de alivio perfectamente audible y cruzó el umbral de la puerta. Le había costado quince años dar este paso.

—Es en el primer piso, por esta escalera. El doctor le espera en el despacho. Es la puerta central del descansillo.

Edmund Fiske subió la escalera, cruzó un pequeño descansillo y entró en una habitación donde la luz era tan intensa que casi resultaba tangible.

Y allí, junto a la chimenea, levantándose para saludarle, se hallaba el Dr. Ambrose Dexter.

Era un hombre alto, delgado, impecablemente vestido, que debería tener cincuenta años, pero que apenas representaba treinta y cinco. Sus movimientos eran naturales, elegantes y donosos. En él sólo había un detalle incongruente: el intenso color bronceado de su tez.

—¿De modo que usted es Edmund Fiske?

Su voz era educada, bien modulada, y poseía el acento inequívoco de Nueva Inglaterra. Su apretón de manos fue firme y cálido, y su sonrisa, franca y cordial. Sus dientes resplandecían sobre el fondo de sus facciones tostadas por el sol.

—¿Quiere usted sentarse, por favor? —invitó el médico. Le indicó una silla, con una leve inclinación. Fiske no podía evitar mirarle fijamente. En el aspecto o en la conducta de su anfitrión no se percibía el menor signo de ninguna enfermedad actual o reciente. El Dr. Dexter sentóse de nuevo en su butaca, junto a la chimenea, y Fiske trasladó su silla para sentarse a su lado. Al hacerlo, pasó ante unas estanterías ocupadas por ciertos libros cuyo tamaño y forma insólitos atrajeron inmediatamente su atención hasta el punto de que, en vez de sentarse, se puso a leer sus títulos grabados en el lomo.

Por primera vez en su vida, Edmund Fiske se halló frente al casi legendario De Vermis Mysteriis, al Liber Ivonis y a la fabulosa versión latina del Necronomicon, que muchos creen inexistente. Sin pedir permiso al dueño de la casa, tomó este último volumen y hojeó sus páginas amarillentas. Era la edición impresa en España en 1622.

Entonces, perdida ya toda compostura, se volvió hacia el doctor Dexter.

—Luego fue usted el que encontró estos libros en la iglesia. En la sacristía que había detrás del altar, en el ábside, ¿verdad? Lovecraft los menciona en su relato y yo siempre me había preguntado qué había sido de ellos.

El Dr. Dexter afirmó gravemente.

—En efecto, yo los cogí. No me pareció prudente dejar que cayeran en manos de las autoridades. Usted conoce el contenido de esos libros y las consecuencias que podrían acarrear su difusión y, sobre todo, su empleo inescrupuloso.

Fiske, de mala gana, volvió a colocar el libro en su sitio y se sentó frente al médico, junto a la chimenea. Se colocó la cartera sobre las rodillas y manoseó nerviosamente el cierre.

—Tranquilícese —dijo el Dr. Dexter, sonriendo amistosamente—. Y hablemos sin rodeos. Usted ha venido para descubrir qué papel he desempeñado yo en los hechos relacionados con la muerte de su amigo, ¿no es así?

—Sí. Deseaba hacerle varias preguntas.

—Perdone que le interrumpa —dijo el médico, levantando su mano morena y delgada—. No me encuentro bien de salud y sólo puedo concederle unos pocos minutos. Permítame, pues, que me adelante a sus preguntas y le refiera lo poco que sé de este asunto.

—Como desee —Fiske contempló al bronceado caballero que tenía ante sí y se preguntó qué habría detrás de su perfecta compostura.

—Personalmente sólo vi una vez a su amigo Robert Harrison Blake —dijo el Dr. Dexter—. Fue una tarde, a últimos de julio del treinta y seis. Vino a verme como enfermo.

Fiske se inclinó hacia adelante, con ávido interés.

—¡Eso no lo sabía yo! —exclamó.

—No tenía por qué saberlo ni usted ni nadie —repuso el médico—. Vino a consultarme como un enfermo más porque, según dijo, padecía insomnio. Yo le exploré y prescribí un sedante; pero, por si acaso, le pregunté si no había sufrido recientemente ninguna impresión fuerte. Y entonces me refirió su aventura de la iglesia de Federal Hill y lo que allí había encontrado. Debo advertir a usted que tuve entonces la prudencia de no rechazar su relato como si fuera simplemente el producto de una mente sobreexcitada. Pertenezco a una de las familias más antiguas de esta ciudad y ya había oído hablar anteriormente de la secta «Sabiduría de las Estrellas» y del llamado Morador de las Tinieblas.

»El joven Blake me confió algunos de sus temores relacionados con el Trapezoedro Resplandeciente y me dio a entender que dicha piedra era un foco de Mal primordial. Asimismo me confesó que temía hallarse vinculado de algún modo a la monstruosa entidad que moraba en la iglesia.

»Naturalmente, este último temor me pareció plenamente irracional e intenté tranquilizar al pobre muchacho. Le aconsejé que abandonara Providence y que olvidara todo el asunto. Y le aseguro a usted que entonces actué con absoluta buena fe. Poco después, en agosto, me enteré del fallecimiento de Blake.»

—Y fue usted a la iglesia, ¿verdad? —dijo Fiske.

—¿Y usted no habría hecho lo mismo? —preguntó a su vez el médico—. Si Blake hubiera acudido a usted y le hubiera confiado sus temores, ¿su muerte no le habría movido a actuar? Le aseguro a usted que mis actos fueron dictados por mi conciencia más estricta. En vez de provocar un escándalo, en vez de desencadenar una oleada de pánico innecesario, en vez de tolerar la más mínima posibilidad de peligro real, preferí ir yo mismo a la iglesia. Cogí los libros y el Trapezoedro Resplandeciente ante las mismísimas narices de la policía. Y luego alquilé una barca y arrojé ese maldito objeto a la bahía de Narragansett, donde ya no puede causar daño alguno a la humanidad. Lo arrojé con el estuche bien abierto, pues, como usted sabe, sólo se puede invocar al Morador mediante la oscuridad. Y ahora la piedra está expuesta a la luz para siempre.

—Pero esto es todo lo que le puedo decir —prosiguió el doctor—. Lamento que mis actividades le hayan impedido verme o comunicar conmigo en estos últimos años. Comprendo su interés en el asunto y confío en que mis palabras contribuyan, aunque sea en grado muy leve, a calmar sus inquietudes. Con respecto al joven Blake y en mi calidad de médico que lo asistió, tendré sumo gusto en proporcionarle un certificado donde haré constar que, a mi juicio, no padecía trastorno mental alguno en los días que precedieron a su defunción. Mañana lo tendré redactado y se lo enviaré a su hotel, si tiene usted la bondad de darme sus señas. ¿De acuerdo?

El médico se levantó, dando evidentemente por terminada la entrevista. Pero Fiske siguió sentado, manoseando su cartera.

—Y ahora, dispénseme… —empezó el médico.

—Un momento, por favor. Querría hacerle aún una o dos preguntas más. Es sólo un instante.

—Muy bien, muy bien —si el doctor estaba irritado, no lo dejó traslucir.

—¿Vio usted por casualidad a Lovecraft antes o durante su enfermedad?

—No. Yo no lo asistí nunca. En realidad, no llegué a conocerlo personalmente, aunque desde luego había oído hablar de él y conocía su obra.

—¿Por qué se marchó usted de Providence tan de repente, inmediatamente después de morir Blake?

—Mi interés por la física superó el que sentía por la medicina. Acaso no ignore usted que llevo más de diez años consagrado por completo a investigar la energía atómica y la fisión nuclear. Precisamente mañana mismo abandono de nuevo Providence para dictar una serie de conferencias en varias universidades del Este y en ciertos círculos oficiales.

—Eso me interesa mucho, doctor —dijo Fiske—. y, a propósito, ¿conoció usted personalmente a Einstein?

—Efectivamente, hace años. Trabajé con él en… Pero esto no viene al caso. Le ruego ahora que me disculpe. Tal vez en otro momento podamos continuar esta conversación.

Ahora no cabía duda de que el Dr. Dexter comenzaba a impacientarse. Fiske se puso en pie. En una mano llevaba su cartera. Con la otra apagó el portátil que había sobre la mesa.

El Dr. Dexter intervino velozmente y lo volvió a encender.

—¿Por qué tiene miedo a la oscuridad, doctor? —preguntó Fiske suavemente.

—¡Yo no tengo por qué tener…. —por primera vez, el médico parecía a punto de perder la compostura—. ¿Qué le hace a usted pensar eso?

—Es por el Trapezoedro Resplandeciente, ¿verdad? —siguió Fiske—. No debió tirarlo al mar. Se apresuró usted demasiado. No se dio usted cuenta entonces de que, por muy abierto que estuviera el estuche, la piedra quedaría en la más absoluta oscuridad, allí en el fondo de la bahía. Tal vez el propio Morador le hizo olvidar ese detalle. Porque usted miró el interior de la piedra, como Blake, y estableció el mismo vínculo espiritual que él. Y, al arrojar la piedra, la entregó para siempre a las tinieblas, donde el Morador aumentaría su poder.

»Por eso se fue usted de Providence, porque tenía miedo de que el Morador viniese a usted como había ido a Blake. Porque usted sabía que el Morador había quedado libre para siempre.

El Dr. Dexter se aproximó a la puerta.

—Debo rogarle que abandone usted mi casa. Si lo que pretende usted dar a entender es que mantengo las luces encendidas por miedo a que el Morador venga por mí, debo asegurarle que se halla usted en un error.

Fiske sonrió de medio lado.

—No me refiero o eso —contestó—. En absoluto. Sé perfectamente que eso no le preocupa a usted. Ya es demasiado tarde. El Morador tuvo que acudir a usted hace mucho tiempo, quizá un par de días después de que usted le devolviese su energía al sumir el Trapezoedro en las tinieblas del fondo del mar. Vino por usted, sí, pero, a diferencia de lo que sucedió con Blake, a usted no le mató.

»Le utilizó, en cambio. Por eso teme usted la oscuridad. La teme porque el propio Morador teme ser descubierto. Creo que, en la oscuridad, debe usted de tener un aspecto distinto, más parecido a su antigua forma. Porque el Morador, en vez de matarle, se fundió con usted. ¡Usted es el Morador de las Tinieblas!

—Verdaderamente, señor Fiske…

—Ya no existe el doctor Dexter. Hace muchas años que esta persona ha dejado de existir. Sólo queda su envoltura externa, poseída por una fuerza más vieja que el mundo, por una fuerza que actúa rápida e inteligentemente y cuya finalidad es destruir por completo a la humanidad. Fue usted el que se hizo «científico» para introducirse en los círculos adecuados y, una vez allí, sugerir, insinuar secretos ancestrales y ayudar a hombres necios a «descubrir» de pronto la fisión nuclear. ¡Cómo debe usted haberse reído cuando estalló la primera bomba atómica! Y ahora les ha facilitado usted el secreto de la de hidrógeno, y luego les seguirá enseñando nuevos métodos de destruirse a sí mismos.

»Tardé muchos años de meditación en descubrir indicios, en interpretar las claves de los llamados «mitos fantásticos de Lovecraft». Porque Lovecraft escribió en forma de parábolas y alegorías, pero dijo la verdad. En sus relatos está profetizado su retorno, para el que lo sepa leer. Al final, el propio Blake se dio cuenta y dio al Morador su verdadero nombre.

—¿Y cuál es ese nombre? —interrumpió el doctor.

—¡Nyarlathotep!

En el rostro bronceado aparecieron arruguitas de risa.

—Me temo que es usted víctima de las mismas proyecciones fantásticas que tanto hicieron sufrir al pobre Blake y a su amigo Lovecraft. Nadie ignora que Nyarlathotep es un ente de ficción, puramente imaginario, que forma parte de los Mitos de Cthulhu.

—Eso creía yo hasta que descubrí la clave en un poema de Lovecraft. Entonces me di cuenta de que todo encajaba la perfección: el Morador de las Tinieblas, su huida, su repentino interés por la investigación científica… A la luz de esta interpretación, las palabras de Lovecraft tienen un sentido muy distinto. Escuche:

«Y al fin, del remoto corazón de Egipto vino

»El Oscuro Desconocido,

»Ante el Cual se inclinan los fellahs…»

Fiske siguió entonando los versos, sin apartar la vista del rostro atezado del médico.

—¡Qué tontería! —saltó éste—. Si se refiere usted a este trastorno dermatológico que sufro, sepa usted que obedece a una prolongada exposición a las radiaciones, allá en Los Alamos.

Fiske no le prestó atención— Seguía recitando el poema de Lovecraft:

—«…que las bestias salvajes le seguían y lamían sus manos.

»Pronto los océanos dieron a luz en parto monstruoso.

»Tierras olvidadas brotaron, y cúpulas de oro

»Cubiertas de algas de la mar.

»La tierra se hendió y auroras de locura iluminaron

»Las ciudadelas del hombre: escombro y terremoto.

»Y entonces, rompiendo el juguete por azar creado,

»El Caos Idiota, de un soplido,

»Arrojó al vacío la mota de polvo que es la Tierra»* .

El Dr. Dexter movió tristemente la cabeza.

—Es absurdo por completo —afirmó—. Aún en su… ¡ejem!… en el estado en que usted se encuentra, comprenderá que es una pura insensatez. Ese poema no tiene ningún sentido literal. ¿Acaso las bestias salvajes me lamen las manos? ¿Ha visto usted alguna vez un parto del océano? ¡Y terremotos y «auroras de locura»? ¡Figuraciones todo! Padece usted lo que nosotros llamamos «neurosis atómica»; ahora me doy cuenta. Está usted angustiado (y no es usted el único enfermo, créame) por la infundada obsesión de que nuestras investigaciones nucleares van a originar la destrucción del planeta. Pero se trata simplemente de una racionalización, de un producto de su fantasía.

Fiske mantuvo la cartera firmemente sujeta.

—Le digo a usted que esta profecía está escrita en forma de parábola. Sabe Dios lo que sabía o lo que temía Lovecraft. Pero, en todo caso, fue suficiente para decidirle a ocultar el significado de su mensaje. Y aún así es muy probable que fueran ellos quienes se lo llevaron.

—¿Quiénes?

—Los del Exterior. Aquellos a Cuyo servicio está usted. Usted es su Mensajero, Nyarlathotep. Vinculado al Trapezoedro Resplandeciente, vino usted del remoto corazón de Egipto, como dice el poema. Y los fellahs, o sea, los obreros de Providence que se convirtieron a la «Sabiduría de las Estrellas», se inclinaron ante el «Oscuro Desconocido», al que adoraban con el nombre de Morador de las Tinieblas.

»El Trapezoedro fue arrojado al mar y pronto los océanos dieron a luz en parto monstruoso a usted, encarnado de nuevo. esta vez en el cuerpo del doctor Dexter. Y usted enseñó a los hombres nuevos métodos de destrucción. Sí, mediante las bombas atómicas, la tierra se hendió y auroras de locura iluminaron las ciudadelas del hombre: escombro y terremoto. Lovecraft sabía lo que se decía, y Blake también le reconoció a usted. Y ambos murieron. Me figuro que usted también intentará matarme a mí para seguir adelante con sus conferencias, para apremiar a los científicos, para sugerirles nuevos medios de destrucción. Y por último, de un soplido, lanzará usted al vacío la mota de polvo que es la Tierra.

—Por favor —el Dr. Dexter extendió las manos—. Domínese. Permítame que le dé un tranquilizante. ¿No se da usted cuenta de que todo eso es absurdo?

Fiske avanzó hacia él, manipulando el cierre de su cartera. Una vez abierto, metió dentro la mano y la sacó. En ella había un revólver que apuntaba directamente al pecho del Dr. Dexter.

—Claro que es absurdo —murmuró Fiske—. Nadie creyó jamas en la «Sabiduría de las Estrellas» excepto unos pocos fanáticos y algunos inmigrantes analfabetos. Nadie dio nunca crédito a las narraciones de Blake, de Lovecraft o mías. ¡Las tomaban por una especie de entretenimiento morboso! Por la misma razón, nadie creerá nada malo de usted ni de la llamada investigación científica de la energía atómica ni de los demás horrores que usted decida desencadenar para destruir al mundo. Y por eso le voy a matar ahora mismo.

—¡Deje esa pistola!

De pronto, Fiske empezó a temblar. Todo el cuerpo se le contrajo en un espasmo irreprimible y espectacular. Al observarlo, Dexter dio un paso adelante. Los ojos de Fiske se salieron de las órbitas y el médico dio otro paso hacia él.

—¡Atrás! —aulló Fiske con voz alterada por las convulsiones de su mandíbula—. ¡Esto es lo que quería saber! Estás en un cuerpo humano y las armas corrientes te pueden destruir. ¡Te voy a destruir, Nyarlathotep!

Movió la mano.

También la movió el Dr. Dexter, velozmente, hacia el interruptor general de las luces, que estaba en la pared, tras él. Se oyó un chasquido y la habitación quedó sumergida en la oscuridad total.

Pero no era la oscuridad total. Había un resplandor.

La cara y las manos del Dr. Ambrose Dexter resplandecían con un fulgor blanco en la oscuridad Es de suponer que existan tipos de contaminación radiactiva capaces de producir fosforescencias, y tal habría sido, sin ninguna duda, la explicación que Dexter hubiera dado del extraño fenómeno de haber tenido ocasión de hacerlo.

Pero no la tuvo. Fiske oyó el chasquido, vio el fantástico rostro llameante y se derrumbó.

Tranquilamente, el Dr. Dexter encendió las luces de nuevo y se arrodilló junto al caído cuerpo del joven. Buscó su pulso en vano.

Edmund Fiske había muerto.

El doctor suspiró, se levantó y salió del despacho. Bajó al vestíbulo de la planta baja y llamó a su criado.

—Acaba de ocurrir un penoso accidente —dijo— El joven que había venido a verme era un enfermo mental y ha sufrido un ataque cardíaco. Llame usted inmediatamente a la policía, por favor. Y luego siga haciendo los preparativos del viaje Nos vamos mañana a pesar de todo; mis conferencias no pueden esperar.

—Pero a lo mejor le detiene la policía.

—No creo —el Dr. Dexter movió negativamente la cabeza—. Es un caso que no admite duda. Puedo explicar perfectamente lo sucedido. Cuando llegue la policía, hágamelo saber. Estaré en el jardín.

El doctor atravesó el vestíbulo y salió por la puerta trasera al jardín oculto tras el edificio que daba a Benefit Street. El jardín resplandecía bajo la luna cegadora.

El luminoso espectáculo se hallaba circundado por elevados muros que lo aislaban del mundo. Nadie había allí, salvo el doctor, cuyo halo resplandeciente se mezcló con la luz plateada de la luna.

En ese momento saltaron por encima del muro dos sombras sedosas y negras. En el frescor del jardín se agazaparon, pero pronto avanzaron, suaves y jadeantes, hacia el Dr. Dexter.

A la luz de la luna vio éste que eran dos panteras negras.

Inmóvil contempló cómo se le acercaban, aterciopeladas y terribles, con los ojos relucientes y abiertas quijadas babeantes.

El Dr. Dexter volvió hacia la luna su rostro burlón cuando las bestias se acurrucaron ante él y lamieron sus manos.

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