La Sombra en el Umbral

Fue varios meses después de que hubiera desmantelado mi acuario cuando oí un ruido como de roce en la oscuridad, un raspar que sonaba como pasos en el porche delantero de mi casa. Me extrajo con un sobresalto de un letargo literario edificado en parte sobre tres horas de Julio Verne, en parte sobre mi relación con una botella de escocés de malta. A la amarillenta luz de la lámpara del porche, a través de los pequeños paneles distorsionantes de la mainelada parte superior de la puerta de roble, vi solo una sombra, un rostro quizá, medio vuelto hacia otro lado. Su oscura silueta se perdía en la sombría confusión de un hibiscus no podado.

El porche en sí era una isla rectangular de encapuchada luz, interrumpida por las sombras de varias plantas en maceta y la oscuridad rectilínea de un par de sillas metálicas de exterior manchadas por la intemperie. Rodeándolo había un tumulto de arbustos. Más allá se extendía la calle y el débil resplandor de los globos de las farolas, todo ello bañado por la pálida luz de la luna que solo servía para oscurecer aquel muro de vegetación, de tal modo que el porche con su luz amarilla y su follaje parecía un mundo autosuficiente de menguante encanto.

No pude decir con seguridad, mientras permanecía allí sentado mirando, con un repentino e inexplicado horror ante el sobresalto que me había proporcionado aquel visitante tardío, si los hojosos apéndices que brotaban a cada lado de él eran brazos o alguna extraña mezcla de miembros y aletas. Con la débil luz a sus espaldas, era una sombra pisciforme fundida en el aura ambarina de la luz del porche, algo que se había arrastrado chorreando salida de un mar de finales del devónico.

En interés de la objetividad, diré de nuevo que había estado leyendo a Julio Verne.

Y es completamente razonable que una mezcla del libro, las sombras, las ascuas ardiendo en la chimenea, lo tardío de la hora, y una morbosa sospecha de que nada excepto viajeros con problemas en los suburbios después de anochecer, pudieran combinarse para conjurar a la existencia aquella inquietante forma que de hecho no era más que el raspar de una rama del hibiscus contra el cristal de la ventana. Pero comprenderán que no me sentía ansioso de abrir la puerta.

Deposité el libro en silencio, con la imagen residual del Nautilus cruzando mi subconsciente y luego sumergiéndose, y recordé haberme preguntado sobre lo apropiado de la escena en la novela: los paneles de cristal enmarcados en cobre al otro lado de los cuales flotaban transparentes láminas de agua iluminadas desde arriba por la luz del sol; las perezosas ondulaciones de anguilas y peces, de lampreas y salamandras japonesas y nubes de bancos de azules y plateadas caballas. Deslizándome en las sombras más allá del sofá, me pegué a la pared y avancé en la oscuridad del estudio hasta donde una ventana me ofrecía una vista de la mayor parte del porche.

Mi acuario, como ya he dicho, había sido desmantelado unos meses antes —seis, creo—, y el agua echada por una ventana a un macizo de flores, las plantas acuáticas colapsadas en un confuso y empapado montón, los peces asombrados de hallarse aprisionados en un balde de doce litros de agua. Los peces los regalé a una tienda cercana de peces tropicales; el acuario vacío con su gravilla y sus piedras porosas lo guardé bajo un banco en el cobertizo debajo de mi aguacate. En su conjunto fue una triste empresa, como reunir recuerdos de mi infancia y guardarlos en una caja en el desván. A veces tengo la impresión de que abrir la caja los restaurará a todo su esplendor, que la recreación de los años perdidos podrá efectuarse metiendo una manguera y llenando la pecera con agua limpia, rastrillando la grava alrededor de las rocas amontonadas para formar cavernas, cuyas entradas quedarán ensombrecidas por las frondas de las plantas acuáticas a través de las cuales brillan los rayos de luz reflejada. Pero el visitante en el porche aquella noche me disuadió.

Tres tiendas de acuarios aparecen claramente en mi memoria durante el día y se confunden y mezclan por la noche, fachadas y tanques con peces, todas vivas con el zumbido y el burbujeo de las bombas y los filtros y el húmedo y mohoso olor de los tanques de peces goteando agua tropical a los suelos de cemento. Una la descubrí yendo en bicicleta cuando tenía trece años. Era una tienda de madera en una calle junto a la autopista, y los gases de escape de incontables camiones y coches habían manchado la descascarillada pintura blanca con una sustancia negra y aceitosa. Dentro había docenas de tanques de cuarenta litros, mal iluminados, con el agua de su interior medio evaporada. No había mucho que la recomendara, ni siquiera a un muchacho de trece años, aparte una puerta en la parte de atrás —que solía ser una puerta de cocina, supongo— y que conducía a lo largo de un sendero de grava a lo que había sido un garaje.

Treinta años más tarde puedo recordar el día que lo descubrí —el sendero de grava, me refiero—, casi un año después de mi primer viaje en bicicleta a la tienda. Vagué un poco por su interior, sacudiendo la cabeza ante la triste condición de los acuarios, desdeñando las olominas y los pececillos de colores y los tetraodóntidos que nadaban perezosamente por entre sus dispersos compañeros muertos. Mi padre aguardaba en un Studebaker fuera, tamborileando con sus dedos el asiento del pasajero. Un cartel garabateado a lápiz que anunciaba otra sala de peces «fuera» atrajo mi atención. Y así salí a aquel sendero de grava que conducía a la oscura mitad posterior del garaje, sin iluminar excepto las bombillas incandescentes de los reflectores de los acuarios.

Cerré la puerta a mis espaldas sin más razón que dejar fuera la luz del sol. Bancadas de acuarios se alineaban en tres de las paredes, todas ellas de un profundo negro verdoso, con el agua de su interior iluminada contra un fondo de elodeas y las perezosamente oscilantes ramas de ambulias y sagitarias. Se oía el débil estallar de las diminutas burbujas que danzaban hacia la superficie de los aireadores atrapados debajo de las musgosas piedra. En el arenoso suelo del acuario había media docena de moteadas rayas de agua dulce del Amazonas, con sus venenosas colas casi indistinguibles de la gravilla sobre la que descansaban. Una media docena de cichlidae cabeza de búfalo flotaban en el refugio de un arqueado montón de rocas, bajo las cuales estaba enroscada la larga cola de serpiente provista de aletas de un pez caña.

El acuario me pareció prodigiosamente profundo, un truco quizá del reflejo y la luz y la hábil disposición de rocas y plantas acuáticas. Pero me sugirió, solo por un momento, que la oscura agua del interior era de alguna forma tan vasta como el fondo del mar o era una especie de antecámara al suelo de maderos podridos y guijarros de un río tropical. Otros acuarios lo flanqueaban. Unos gobios me miraron desde sus refugios en la arena. Un enorme compressiceps , plano como una bandeja, me parpadeó desde detrás de una maraña de hierbas acuáticas. Unos peces hoja flotaban entre el pardo sucio de la vegetación en descomposición, y un flotante par de peces globo, del tamaño de pelotas de golf, con sus rojos ojos parpadeando, sus diminutas aletas pectorales agitándose como hélices submarinas, me miraron suspicazmente desde debajo de un saliente de oscura roca. Había algo absolutamente extraño en aquella habitación llena de peces, bajo la luz ambarina artificial, a mil kilómetros de distancia de la polvorienta gravilla del patio exterior, del rugiente tráfico de la autopista a no más de veinte metros de distancia.

Me quedé mirando todo aquello, ajeno al tiempo, hasta que la puerta se abrió de golpe con una inundación de luz solar y mi padre se asomó. La extraña atmósfera de la habitación pareció descomponerse ante la repentina iluminación, dispersarse, y ahora me hace recordar lo que debe de ocurrirle a un claro en el bosque cuando el sol de la mañana evapora el manto encantado del rocío extraído cada noche por la luz de la luna de las raíces y el mantillo y la tierra del suelo del bosque.

Un penumbroso tanque resultó iluminado brevemente por la luz del sol, y en él, acurrucada detrás de un montón de oscuras rocas, había una casi oculta criatura con una enorme cabeza y ojos, los ojos de un calamar o de un perro de aguas, ojos con párpados, que parpadeaban lenta y tristemente más allá de las curiosamente dispersas decoraciones de su tanque: media docena de canicas de ágata, un pelotón de soldados de plomo pintados, una estrella de sheriff de latón y una pequeña pala de hojalata asomando de un cubo medio lleno de inclinada arena pintado en tonos azul y amarillo, una escena de niños jugando en una playa al atardecer.

Ya era lo suficientemente mayor e imaginativo como para sorprenderme por la incongruencia del contenido de aquel acuario. Sin embargo, no estaba lo bastante versado en ictiología como para reparar en los ojos con párpados de la criatura en el tanque, y es mejor así. Ya tuve bastantes pesadillas sin ello. Transcurrió un año antes de que tuviera ocasión de visitar de nuevo la tienda junto a la autopista, y puedo recordar el recorrer en bicicleta las mojadas calles en medio de una lluvia intermitente, inclinado sobre el manillar con mi impermeable amarillo con capucha, las perneras de los pantalones empapados de rodillas para abajo, para ser recompensado finalmente con la visión de ninguna tienda en absoluto sino solo un solar vacío, ya lleno de hierbas, con el hormigón de los cimientos de la casa y el garaje de madera parduzco a causa del agua de lluvia y el lodo.

Y ahora estaba yo aquí cerca de la medianoche, treinta años más tarde, y algo se agitaba en mi porche delantero. El viento del oeste agitaba las hojas, y podía oír el suspirar de las frondas de las palmeras reina a lo largo de la acera. Permanecí en la sombra, apoyado contra una inclinada librería, mirando a la nada más allá del borde de los batientes. Había el rumor de arbustos y de oscilantes sombras. Algo —¿qué?— se escondía ahí fuera. Estaba seguro de ello. Se me erizó el vello de la nuca. El bajo y gimiente retumbar de un lejano trueno siguió a un repentino repiqueteo de gotas de agua. El húmedo olor a ozono de la lluvia sobre el cemento permeaba la habitación, y me di cuenta con un sobresalto de que una ventana acababa de abrirse de golpe a mis espaldas. Me volví y la cerré, agachado bajo el alféizar para no ser visto, pensando sin saber por qué en mi vagar bajo la lluvia entre las ruinas de aquella tienda de peces tropicales, buscando entre las hierbas nada que pudiera nombrar y hallando solamente fragmentos de cristales rotos y un castillo de cerámica de una pecera del color de un huevo de Pascua.

Aseguré el cierre de la ventana y me arrastré de vuelta hasta mi librería, mirando de nuevo al exterior, a la aparentemente vacía noche donde las ramas del hibiscus con sus colgantes flores rosas danzaban en el viento y la lluvia.

En San Francisco, en Chinatown, en un callejón junto a Washington, se halla la segunda de las tres tiendas de acuarios. Por aquel entonces estaba estudiando. Había disfrutado de una notable cena en un restaurante llamado Sam Wo y caminaba sin rumbo fijo a lo largo de la brumosa calle al atardecer, buscando un paquete de aquellas flores prensadas de origami que florecen cuando se las mete en agua, cuando vi un cartel en ideogramas chinos y un koi tricolor con aspecto de encaje. Me metí por un estrecho callejón entre inclinados edificios, con el brumoso aire oliendo a ajo y niebla, pato a la barbacoa y basura derramada. Al otro lado de una esbelta puerta velada con el aroma de mohosa arena sonaba el familiar zumbido de acuarios.

La tienda en sí era enorme y oscura debajo de un techo bajo. Estancias indistintas, perdidas en las sombras, se extendían por debajo de la calle, con las dispersas luces de los acuarios brillando como distantes y brumosas estrellas. Planos tanques de reproducción se apilaban de cinco en fondo sobre oxidadas bandejas de acero debajo de una hilera de oscurecidas ventanas con barrotes que daban al nivel del suelo del callejón. Exóticos peces de colores luchaban por permanecer a flote, mirando con sus protuberantes ojos, sus aletas caudales tan enormemente desarrolladas que parecían arrastrar a los animales hacia atrás. Uno de los peces, recuerdo, era del tamaño y la forma de un pomelo, un verdadero fenómeno desarrollado únicamente como curiosidad. Ilógcamente, quizá debido a haber tropezado años antes con aquel garaje lleno de extraños peces junto a la autopista, se me ocurrió que las estancias más distantes podían contener peces todavía más curiosos, así que me adentré vacilante, debajo de Washington, supongo, solo para descubrir que todavía había más estancias, que esas estancias parecían abrirse a otras a través de puertas en arco, cuyo antiguo yeso estaba tan descolorido y mohoso por la constante humedad que parecía como si las aberturas estuvieran talladas en piedra. Enormes acuarios llenos de ondulantes plantas acuáticas se extendían ante mí bancada tras bancada, y en ellos nadaban criaturas que, unas semanas antes, acechaban en las grutas entre los maderos podridos en el Amazonas y el Orinoco.

Había algo en aquel lugar que trajo a mi mente la pala y el cubo, la promesa de un misterio, quizá de un horror, pendiente. Cada acuario con sus oscuros rincones y sus amontonamientos de piedras y plantas como encajes parecía un diminuto mundo cerrado, como la propia tienda, totalmente desgajada de los ruidosos callejones y calles de Chinatown allá arriba, cuyas estancias se entrecruzaban en un brumoso tapiz formando un mundo completamente aparte de las colinas de San Francisco, formando capa tras capa llenas de maravilla y amenaza. En mi reacción a aquello hubo algo de la atracción que sintió el profesor Aronnax en el interior del Nautilus , con su biblioteca de ébano negro violado y latón, sus doce mil volúmenes, sus luminosos techos y el órgano y los frascos de moluscos y estrellas de mar y perlas negras más grandes que huevos de paloma y sus paredes de cristal a través de las cuales, como desde el interior de un acuario, uno tenía una visión noche y día de las profundidades del mar.

Me encontré, al extremo de la segunda cámara, frente a un diminuto hombre oriental cuyo rostro estaba sumido en las sombras. No lo había oído acercarse. Llevaba en la mano una chorreante red, lo bastante grande como para atrapar una perca de mar, y llevaba botas de caucho como si tuviera la costumbre de meterse en los acuarios para atrapar a los peces. Su repentina aparición me sobresaltó y me extrajo de un peculiar estado mental que fue lo que hizo, estoy seguro de ello, que se me ocurriera la curiosa idea de que, a la débil luminosidad perlina del acuario, el brazo y la mano que sujetaban la red eran escamosos.

Hallé mi camino de vuelta a la calle. Él no había dicho nada, pero el lento agitar de su cabeza había parecido indicar que yo no era enteramente bienvenido allí, que quizás era un vivero, una tienda de venta al por mayor, en la cual los curiosos ocasionales no iban a encontrar nada que pudiera interesarles.

Y no era nada, años más tarde, lo que encontré en el porche delantero. El viento arrojaba la lluvia debajo de los aleros y contra los cristales de la ventana. El agua descendía en pequeños riachuelos, distorsionando todavía más el agitado follaje del porche, haciendo imposible determinar si los lugares oscuros eran meras sombras o algo más que eso. Regresé a mi sillón y a mi libro y a mi chimenea, amontonando troncos de cedro partidos encima de las brasas y soplando sobre estas hasta que la madera crujió y llameó y el fuego danzó en las paredes de la sala de estar. Por aquel entonces debían de ser ya las dos de la madrugada, una hora morbosa, me parece, pero de alguna forma no me sentía inclinado a irme a la cama, de modo que seguí allí con mi libro, dando ociosos sorbos a mi copa, y medio escuchando el rozar y el raspar de las cosas en la noche y el ocasional retumbar de los lejanos truenos.

De alguna forma no podía apartar los ojos de la puerta, aunque fingía seguir leyendo. El resultado fue que no me enfocaba en nada en absoluto, pero debí de quedarme dormido, porque desperté con un sobresalto al sonido de un tiesto de barro haciéndose pedazos en el porche fuera, víctima posiblemente de una lluviosa ráfaga de viento. Me envaré en mi sillón, dejando caer el Julio Verne a la alfombra, y sueños medio formados de torcidos pilares de malecones y oscuros estanques de piedra de pálidas aguas se disolvieron en bruma en mi mente. Una sombra gravitó más allá de la puerta. Tiré de la pequeña cadena del interruptor del candelabro en la pared y sumí la habitación en la oscuridad, pensando en ocultar mis movimientos al tiempo que iluminaba los de la cosa en el porche.

Pero casi tan pronto como se evaporó la luz, dejando solo el resplandor anaranjado del fuego en la chimenea, volví a darla. Era inútil pensar en ocultarme, y en cuanto a lo que fuera que acechaba en el umbral, no sentía el menor deseo de enfrentarme a ello. Así que me quedé allí sentado, temblando. La sombra permaneció, como si observara y escuchara, satisfecha de saber que yo sabía que estaba allí.

Había habido otra tienda de peces tropicales en San Pedro en una calle al lado de los muelles de tiendas baratas y bares y escaparates tapiados con tablones. El lado del puerto de la calle estaba construido en su mayor parte sobre pilotes, y debajo de los achaparrados edificios de madera había los rotos restos de muelles abandonados y la derivante marea gris del Pacífico. Los escaparates de la tienda estaban oscurecidos por la gruesa capa de polvo que se había ido acumulando sobre los rajados cristales a lo largo de los años, y solo unas apagadas luces dispersas brillaban más allá para indicar que el edificio no estaba desierto. Un cartel pintado a mano en la puerta rezaba: rarezas tropicales —peces y anfibios, y debajo, pegada con cinta adhesiva a la parte interior de la puerta y apenas visible a través del polvo, había una amarillenta lista de precios que anunciaba, recuerdo, ranas cornudas colombianas y salamandras tigre, a precios de hacía veinte años.

La puerta estaba cerrada. Pero desde dentro, estuve seguro de ello, llegaba el zumbido de los acuarios y el chapotear del agua aireada contra un fondo de voces murmuradas. Si hubiera sido diez años más joven hubiera llamado a los cristales, quizás hubiera gritado. Pero mi interés en los acuarios se había desvanecido, y en realidad había acudido a aquella zona a comprar los billetes para una excursión en barco a Isla Catalina. Así que me di la vuelta para marcharme, solo vagamente curioso, observando por primera vez una escalera de madera que descendía pronunciadamente en ángulo hacia los muelles, con su puerta de acceso descuidadamente entreabierta. Vacilé delante de ella, mirando hacia abajo a lo largo de la retorcida barandilla, y vi colgando del costado de madera del edificio un simple cartel sin palabras que mostraba algunos ideogramas y un koi tricolor. Fue un shock de curioso reconocimiento más que otra cosa lo que me impulsó a bajar aquellas escaleras, sonriendo estúpidamente, pensando en lo que iba a decir a quien me encontrara al fondo.

Pero no encontré a nadie, solo el lamer de las oscuras aguas contra las piedras y una dispersión de cangrejos rojos que se escurrieron huyendo alas sombras de las musgosas rocas. Los edificios que colgaban encima formaban una especie de sótano al aire libre, oscuro y frío y oliendo a mejillones y a percebes y a tierra inundada por la marea. Al principio la oscuridad de su interior era impenetrable, pero cuando escudé mis ojos y penetré en las sombras distinguí una media docena de anillos de moteada piedra, pequeños estanques para anfibios, imaginé, con los lados cubiertos de colgantes plantas acuáticas.

—Hola —llamé temerosamente, supongo, y no recibí más que silencio excepto un breve chapoteo en uno de los estanques. Avancé vacilante. No tenía ningún derecho a estar allí, pero estaba dominado por una irrefrenable curiosidad hacia lo que podía haber dentro de aquellos pequeños estanques circulares.

El primero parecía estar vacío de vida excepto grandes zarcillos de elodeas y una alfombra flotante de lentejas de agua de hoja ancha. Me arrodillé en la húmeda piedra y barrí las lentejas de agua hacia un lado con la mano, frunciendo los ojos hacia las profundidades. Algunos rayos de nublada luz diurna se filtraban desde arriba, pero la débil iluminación no era suficiente para distinguir el interior del agua. Algo, sin embargo, brilló por un momento allá abajo, como si me hiciera señas, y me encontré mirando culpablemente a mi alrededor mientras me enrollaba la manga de la camisa, A por los diez centavos, pensé para mí mismo, mientras hundía el brazo hasta el hombro.

Entonces hubo un movimiento debajo del agua, como si el estanque fuera más profundo de lo que había pensado y hubiera molestado la soledad de alguna criatura sumergida. Tanteé entre las plantas y la grava, casi metiendo la oreja en el agua. Ahí estaba, echado de costado. Mis dedos se cerraron sobre su media asa justo en el momento en que un leve sonido como de arrastrar de pies sonaba en el extremo más alejado de la estancia en penumbra.

Me erguí, preparado para el cielo sabía qué, sujetando en mi mano, imposiblemente, un familiar cubo de playa de hojalata, con uno de sus lados hundido ahora hacia dentro, el azul océano de su parte doblada sumergiendo a medias el dibujo de los niños que aún jugaban, tantos años después, en su arenosa playa. Ante mí había un pequeño oriental, mirándome de una forma extraña, como si medio reconociera mi rostro y se sorprendiera de encontrarme de nuevo, al parecer, en el acto de robar aquel cubo de juguete. Lo dejé caer de nuevo en el estanque circular, empecé a decir algo, luego me di la vuelta y me alejé apresuradamente. El hombre con el que me había enfrentado ahora no llevaba botas de caucho y no tenía ninguna enorme red en su mano. A la débil media luz de aquella extraña gruta al lado del océano su piel, a la primera mirada apresurada, no era más que piel. Podría insistir, en favor de la aventura barata, que era escamosa, que tal vez tenía branquias en el cuello, con manos palmeadas y una boca de oreja a oreja. Y podría haber sido muy fácilmente así. Me marché sin mirar atrás, enfocado en la pintura azul de la retorcida escalera y en el techo de ripias que apareció ante mi vista al otro lado de la calle mientras subía, peldaño tras crujiente peldaño. Conduje hasta casa, recuerdo, pulsando al azar todos los botones de la radio del coche, encendiéndola y apagándola, dándome cuenta de lo incongruente, lo superfluo de la música y las noticias y la estúpida y extraña charla de las ondas.

El incidente acabó de deshinchar el viento en las velas de mi colección de peces tropicales, unas velas que ya estaban medio recogidas de todos modos. Y algunas extrañas, aunque por otro lado inocentes, imágenes empezaron a atormentar mis sueños, imágenes al azar de pálidos rostros angulosos, de soldados de plomo pintados dispersos en un solar lleno de hierbas, del furtivo movimiento de peces en acuarios ensombrecidos por las plantas acuáticas, de un cartel de madera oscilando y oscilando en una lluvia barrida por el viento.

Más allá de la puerta delantera cerrada no hay más que la sombra del follaje nocturno, agitado por el lluvioso viento. El sentido común lo ve así; diría, con una voz pulcra y tediosa, que me he sentido confundido por una peligrosa combinación de coincidencias y circunstancias fortuitas. Sería una invitación a la locura no escuchar esa voz.

Pero esta no es una noche para escuchar voces. El viento y la lluvia agitan los oscuros arbustos; las sombras se agitan y danzan. A través de los cristales de la ventana no puede verse nada más allá de la pálida luz de la lámpara del porche. Dentro de dos horas se alzará el sol, y con él llegará el olvido automático de las sugerencias y las conexiones, de los extraños esquemas detrás del aparente azar. El porche delantero —el agua de lluvia secándose en charcos, las sillas de exterior sólidas y sustanciales, los naranjas y rosas de los hibiscus en flor sonriendo todo el día— se verá habitado solo por un apresurado lechero de cuadrada mandíbula con un gorro blanco y por el sódico clinc de las botellas en el cesto de alambre galvanizado.

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