Señor de la Tierra

El nebraskano sonrió cálidamente, se inclinó hacia adelante e hizo un amplio gesto con la mano derecha.

—Sí, por supuesto —dijo—, ese es exactamente el tipo de cosa en que estoy más interesado. Hábleme de ello, señor Thacker, por favor.

Todo aquello era para mantener la atención del viejo Hop Thacker lejos de la mano izquierda del nebraskano, que se había deslizado al bolsillo izquierdo de su chaqueta para conectar la minúscula grabadora que tenía allí. Su micrófono estaba clavado al dorso de la solapa del nebraskano, y su fino hilo marrón era casi invisible.

Quizás al viejo Hop no le hubiera importado de todos modos; el viejo Hop no era precisamente del tipo tímido.

—Bueno —empezó—, eso fue hace muchos años, por lo que he oído. Supongo que debió de ser en los tiempos de mi bisabuelo, señor Cooper, o quizás antes.

El nebraskano asintió alentadoramente.

—Estaban esos tres chicos, y tenían una vieja mula, no servía para nada excepto para cebo de los cuervos. Uno era el coronel Lightfoot, aunque por supuesto nadie lo llamaba coronel entonces. Uno era Creech, y el otro… —El viejo hizo una pausa, se mesó su escasa barba—. Supongo que no me acuerdo ahora. Pero entonces lo sabía. Me vendrá cuando nadie quiera oírlo. Es el que tenía la mula.

El nebraskano asintió de nuevo.

—¿Tres jóvenes dice usted, señor Thacker?

—Eso es, y el coronel Lightfoot tenía una pistola nueva. Y ese otro que no me acuerdo, era amigo de mi abuelo o algo así, era uno que todo el mundo decía que era el mejor tirador del condado. Y estaba Laban Creech, decía que él no era malo tampoco, y fue en busca de ese otro. Ese otro era el que tenía la mula. Ahora me acuerdo.

—Así que llevaron a la mula fuera, al campo, quizá a unos cincuenta metros de las zarzas. Ya sabe usted. Creech le disparó justo en la oreja, y la mula se cayó al suelo y murió, era vieja, y estaba enferma también, ni siquiera pateó ni nada. Así que el coronel Lightfoot cogió su cuchillo y le rajó el vientre, y fueron a las zarzas y aguardaron a los cuervos.

—Entiendo —dijo el nebraskano.

—Primero disparó uno, luego el otro, luego el otro, y anotaron los puntos. Y se hizo oscuro, ya sabe, y el coronel Lightfoot con su pistola nueva y ese otro hombre iban igualados por delante, y ese Laban Creech solo un punto por detrás de ellos. Creo que había cerca de cien cuervos allá detrás en el barranco. No puedes dispararle a un cuervo y dejarlo allí, ya sabe, y esperar que vengan los otros. Miran y ven ese cuervo muerto y dicen, hey, mira lo que ha sido de él . No pienso acercarme ahí .

El nebraskano sonrió.

—Sabios pájaros.

—Oh, hay todo tipo de historias sobre ellos —dijo el viejo—. Gracias, Sarah.

Su nieta había traído dos vasos altos de limonada; hizo una pausa en la puerta para secarse las manos en su delantal a cuadros rojos y blancos, mirando al nebraskano con una tímida alarma antes de retirarse a la casa.

—Entonces no había nada. —El viejo hundió un cubito de hielo con un huesudo y manchado dedo—. No había nada cuando yo era pequeño, hasta que vino la TVA. Vaya, la TVA. —Agitó el vaso—. A veces la veo.

—La televisión —dijo el nebraskano.

—Eso es. Era como cuando Bud Comosellame recibió su merecido, señor Cooper. ¿Que si hacía calor? Nunca habrá visto tanta. Los pájaros tenían todos la boca abierta, no volaban por nada. Perdió dos cerdos, recuerdo, aquel mismo día. Vaya, deseaba salvar la carne, pero no había nada que se pudiera aprovechar. Dice que pensó entonces que los cerdos se habían podrido antes incluso de caer, y le daba miedo incluso dárselos a los perros, tanto calor hacía. Sea como sea, todos estaban durmiendo bajo el porche. Ninguno saldría por nada.

El nebraskano se sintió tentado de reintroducir el tema del tiro al cuervo, pero un instinto nacido de miles de horas de escuchar cosas parecidas le impulsó en cambio a asentir y sonreír.

—Bueno, sabían que tenían que enterrarlo rápido, ¿no? Así que lo arreglaron, lo limpiaron y lo vistieron con sus mejores ropas y todo eso, y lo prepararon todo, pero hacía un calor tan terrible ahí dentro que podías olerlo muy fuerte, así que pronto arrugué la nariz. Pero nadie me prestaba atención a mí, ¿entiende? Todas las mujeres charlando y cotorreando, y los hombres pensando que ya era tiempo de enterrarlo y dedicarse a otra cosa.

El bastón del hombre cayó con un seco y repentino resonar. Por un momento, mientras lo recogía, el nebraskano captó el pálido rostro de Sarah al otro lado de la puerta.

—Así que salí fuera. Apuesto a que hacía los treinta y ocho, pero me sentí bien después de estar ahí dentro. Entonces fue cuando lo vi, bajando la colina al otro lado de la carretera. Permanecía en la sombra tanto como podía, y parecía una sombra, solo que podías verle moverse, y siempre era más oscuro que allá donde estaba. Supe que era el chupaalmas y me asusté y quise llamar a mi mamá. Me eché a llorar y ella salió y me cogió y me llevó al arroyo a beber un poco de agua, y esa fue la última vez que alguien lo vio, por todo lo que sé.

—¿Por qué lo llama el chupaalmas? —preguntó el nebraskano.

—Porque eso es lo que hace, señor Cooper. Supongo que sabe que no solo los hombres tienen fantasmas. Un hombre puede ver el fantasma de otro hombre, sí, pero también puede ver el fantasma de un perro o de una mula o cualquier otra cosa parecida. Bueno, tome a un hombre, porque eso no necesita mucha discusión. Tiene su alma, ¿no? ¿Por qué no está en el Cielo o ahí abajo en el lugar malo como se supone que debería estar? ¿Qué hace merodeando en la casa, o caminando por la carretera, o donde sea que la veas? Yo tenía un perro que vio un fantasma una vez, y no era el de otro perro, ¿sabe? Yo nunca lo vi, pero él sí, y supe que lo vio por la forma como actuaba. ¿Qué estaba haciendo ahí?

El nebraskano agitó la cabeza.

—No tengo ni idea, señor Thacker.

—Bueno, se lo diré. Cuando un hombre muere, o un caballo o un perro o lo que sea, se supone que se marcha hacia su juicio. El Señor Jesucristo es nuestro juez, señor Cooper. Solo que a veces no lo hace. Quizás el muerto tenga miedo de ser juzgado, o quizá tenga esto o aquello que atender todavía aquí abajo, o de alguna forma considera que lo tiene, como mostrarle a alguien algún dinero que sabe donde está. Algunos hacen eso muy a menudo, y podría contarle algunos casos. Pero si no tiene asuntos que resolver y simplemente tiene miedo de irse, entonces se quedará donde está…, y ese es el tipo que merodea en sus tumbas. Pertenecen al chupaalmas, ¿sabe?, si puede pillarlos. Solo que si tiene hambre chupará a una persona viva, y esta tendrá que luchar o morir. —El viejo hizo una pausa para humedecerse los labios con limonada, mirando hacia el pequeño cementerio familiar y los campos de secas mazorcas hasta las colina púrpuras donde no volvería a cazar nunca—. No ganan, no muy a menudo. Supongo que el primero fue un indio, quizá. Alguien así. ¿Le he dicho cómo Creech le disparó?

—No, no lo ha hecho, señor Thacker. —El nebraskano dio un sorbo a su limonada, que era refrescantemente ácida—. Me gustaría mucho oírlo.

El viejo se meció en silencio durante lo que pareció un largo rato.

—Bien —dijo al fin—, estuvieron disparando todo el día. Creo que ya he dicho eso. Fue mucho rato, al menos. Y estaban igualados, el coronel Lightfoot y ese otro Cooper, y Creech inmediatamente después de ellos. Ahora le tocaba el turno a Creech, y no dejaba de decir un tiro más y luego nos iremos, acierte o no. Así que se quedaron, pero no había más cuervos porque habían matado a todos los cuervos que había en más de un kilómetro a la redonda. Ya empezaba a hacerse oscuro, y ese Cooper dice vámonos Lab, ya no podemos dispararle a nada. Has perdido y tienes que enfrentarte a ello.

»Y Creech dice, hey, esa era mi mula. Y justo entonces aparece algo más grande que cualquier cuervo, y negro, saltando sobre el terreno como hacen los cuervos a veces, ¿entiende? Sobre quizás aquella mula muerta. Así que Creech levanta su pistola. El coronel Lightfoot admitió más tarde que él no hubiera podido apuntar bien en aquella oscuridad. Supongo que simplemente apuntó a bulto. Así es como se hace en la montaña, entienda, y hay mucha gente que jurará sobre eso.

»Bien, disparó y la cosa cayó. Tú ganas, dice el coronel Lightfoot, y le da una palmada a Creech en la espalda, y vámonos. Solo que ese Cooper sabía que no era un cuervo, era demasiado grande, y va a ver lo que era. Bueno, señor, era como un hombre, solo que con las piernas curvadas y un cuello retorcido. No era un hombre, pero se le parecía, ¿entiende? ¿Quién me ha disparado?, dice, y su boca estaba llena de gusanos. Gusanos de tumba, ¿entiende?

»¿Quién me ha disparado? Y Cooper llamó a Creech, luego le gritó al coronel Lightfoot. El coronel Lightfoot dice muchachos, tenemos que enterrar esto. Y Creech va a su casa y coge una pala y un viejo pico, que es todo lo que tenía. Tiembla tanto que resuenan en sus manos, ¿entiende? El coronel Lightfoot y ese Cooper ven que no puede cavar, así que lo hacen ellos. Muy pronto miran a su alrededor y Creech ha desaparecido, y el chupaalmas también.

El viejo hizo una pausa dramática.

—La siguiente vez que alguien vio al chupaalmas, era Creech. Así que él es el que yo vi, o uno de su clase al menos. Nunca dispare a nada sin estar completamente seguro de lo que es, amigo.

Como atraída por estas últimas palabras, Sarah apareció en la puerta.

—La cena está a punto. He puesto un plato para usted, señor Cooper. Papá dijo que se quedara. ¿Está seguro de que quiere quedarse? La cena no va a ser nada del otro mundo.

El nebraskano se puso en pie.

—Oh, es muy amable por su parte, señorita Thacker.

La nieta ayudó al viejo a levantarse. Apoyándose en el bastón con su mano derecha y guiado y sostenido por ella por la izquierda, caminó lentamente arrastrando los pies al interior de la casa. El nebraskano le siguió y sostuvo su silla.

—Papá se está lavando —dijo Sarah—. Estaba cambiando el aceite del tractor. Él dirá la oración de gracias. No tiene que sostenerme la silla, señor Cooper, estaré por ahí hasta que él llegue. Solo siéntese.

—Gracias. —El nebraskano se sentó frente al viejo.

—Tenemos pierna de cerdo y maíz dulce, bollos y patatas. No es una gran cosa para cenar.

—Todo huele maravillosamente, señorita Thacker —dijo el nebraskano con perfecta honestidad.

El padre de la muchacha entró, restregado hasta los codos pero trayendo consigo un olor a aceite lubricante que se mezcló con los aromas del horno.

—¿Ha oído usted todo lo que deseaba, señor Cooper?

—He oído algunas historias maravillosas, señor Thacker —dijo el nebraskano.

Sarah concedió a la pierna de cerdo el lugar de honor delante de su padre.

—Creo que es estupendo lo que hace usted, escribir todas esas viejas historias antes de que se pierdan.

Su padre asintió, reluctante.

—Sin embargo nunca hubiera creído que pudiera ganarse usted la vida con ello.

—No lo hace, papá. Enseña. Es profesor. —La pierna de cerdo fue seguida por una montaña de bollos en una bandeja. Sarah se dejó caer en una silla—. Traeré el maíz dulce y las patatas en un momento. El maíz todavía no está hecho.

—Oh Señor, bendice esta comida y los que la comen. Te damos las gracias por la granja, la familia y los amigos. Bendice al forastero que se aloja bajo nuestro techo como lo hacemos nosotros, oh Señor. Ahora comamos. —El joven señor Thacker se levantó y aplicó a la pierna de cerdo un enorme cuchillo de carnicero, y el nebraskano recordó finalmente apagar la grabadora.

Dos horas más tarde, más que ahíto, el nebraskano aceptó quedarse a dormir.

—No es que sea nada del otro mundo —dijo Sarah mientras le mostraba su dormitorio—, pero está limpio. Acabo de cambiar las sábanas y la colcha mientras usted hablaba con el abuelo. —La puerta crujió. La muchacha le dio al interruptor.

El nebraskano asintió.

—Anticipó usted que aceptaría la invitación de su padre.

—Bueno, esperaba que lo hiciera. —Cuidando de no cruzar sus miradas, añadió—: Nunca he visto al abuelo tan feliz desde hace años. ¿Hablará usted un poco más con él por la mañana? Puede colocar el contenido de su maleta aquí en esta cómoda. He vaciado esos dos cajones de arriba y le he abierto la cama. El cuarto de baño está pasada la habitación de papá. ¿Sabe?, supongo que debemos de parecerles tremendamente paletos, aquí en nuestra granja.

—Me crie en una granja cerca de Fremont, Nebraska —le dijo el nebraskano. No hubo respuesta. Cuando volvió la vista, Sarah le lanzaba un beso desde la puerta; al instante había desaparecido.

Con un encogimiento filosófico de hombros, depositó la maleta sobre la cama y la abrió. Además de sus blocs de notas, había traído su manoseado ejemplar de Los tipos de historias folklóricas y de Los dioses anteriores a los griegos de Schmit, que tenía intención de leer. Pronto los Thacker se reunirían en su salón delantero para ver la televisión. ¿Seguramente le disculparían una o dos horas? Era probable que su inesperada llegada a última hora de la tarde les hubiera complacido. Tuvo la repentina premonición de que Sarah, agraciada y esbelta, estaría sentada sola en el hundido sofá, y que no habría ninguna silla desocupada.

Sin embargo sí había una silla desocupada en la habitación, una silla vieja pero de aspecto recio con el asiento de mimbre. La llevó hasta la ventana y abrió el Schmit, decidido a leer mientras hubiera luz suficiente. Dis, sabía, acudía con su carro en busca de las almas de los griegos difuntos, y así era llamado el Recolector de Muchos por aquellos demasiado temerosos para pronunciar su nombre; pero el retorcido y casi lamentable chupaalmas de Hop Thacker no parecía tener nada en común con el tenebroso y regio Dis. ¿Había habido alguna deidad más antigua aún que prefigurara claramente al chupaalmas? Como la mayor parte de los folkloristas, el nebraskano creía firmemente que los temas folklóricos eran, si no eternos, si al menos en su mayor parte muy antiguos. Los dioses anteriores a los griegos parecía poseer un buen índice.

Muertos , sus momias visitadas por An-uat, 2.

El nebraskano asintió para sí mismo y fue al principio del libro.

An-uat, Anuat, «Señor de la Tierra (la Necrópolis)», «Abridor del Norte». Aunque confundido con frecuencia con Anubis, a quien prestó su forma, resulta claro que An-uat el dios-chacal mantenía una identidad separada en el período del Imperio Nuevo. Las almas que se habían negado a subir a la barca de Ra (y así a presentarse delante del trono del resucitado Osiris) eran arrastradas por An-uat, que visitaba sus momias con esta finalidad, hasta Tuat, el valle sin luz poblado por los demonios que se extendía entre la muerte del viejo sol y el amanecer del nuevo. An-uat y el menos amenazador Anubis apenas pueden distinguirse en el arte, pero allá donde esta distinción es posible, An-uat es la figura más poderosamente musculada. Van Alien informa que An-uat todavía es invocado por los magos modernos (musulmanes o coptos) de Egipto, bajo el nombre de Ju’gu.

El nebraskano se levantó, depositó el libro en la silla y paseó hasta la cómoda y de vuelta. Allí había un mito de cinco mil años de antigüedad que trazaba un paralelismo con la función del chupaalmas. Esa similitud no era en absoluto una coincidencia. Que el folklore de los Apalaches hubiera podido verse influenciado por las creencias ocultas del Egipto moderno era muy improbable, pero en absoluto imposible. Tras la Guerra Civil el Ejército de los Estados Unidos había importado no solo camellos sino camelleros de Egipto, se recordó el nebraskano; y el artista del escapismo Harry Houdini había descrito con impresionantes detalles la ocasión en la que se había hecho encerrar y había escapado de la Gran Pirámide. Su relato estaba indudablemente muy coloreado, pero ¿había visitado realmente Egipto como una extensión de alguna de sus giras europeas? Miles de soldados norteamericanos debieron de pasar por Egipto durante la Segunda Guerra Mundial, pero la historia del chupaalmas era claramente más antigua que eso, y probablemente más antigua que Houdini.

También parecía haber una diferencia en su aspecto; pero ¿hasta qué punto eran diferentes el chupaalmas y ese Ju’gu? An-uat había sido representado como un hombre musculoso con cabeza de chacal. El chupaalmas había sido…

El nebraskano extrajo su grabadora del bolsillo, rebobinó la cinta y se puso el auricular.

Era «como un hombre, solo que con las piernas curvadas y un cuello retorcido». Sin embargo no era un hombre, aunque el rasgo que lo separaba de la humanidad no había sido especificado. Una cabeza perruna parecía una posibilidad, por supuesto, y An-uat podía haber cambiado mucho en cinco mil años.

El nebraskano regresó a su silla y volvió a abrir el libro, pero el sol ya casi estaba en el horizonte. Tras pasar algunas páginas sin ningún propósito definido durante uno o dos minutos, se unió a los Thacker en su sala de estar.

Nunca le habían parecido las banalidades de la televisión menos reales o menos significativas. Aunque sus ojos seguían los movimientos de los actores en la pantalla, de hecho estaba considerablemente más atento al cálido y más bien generosamente aplicado perfume de Sarah, y aún más a una escena que quizá nunca hubiera ocurrido; a la mula muerta en el campo hacía mucho tiempo, y a los tiradores emboscados allí donde empezaban los árboles. El coronel Lightfoot había sido sin duda una figura histórica, localmente famoso, que debía de ser familiar a la mayoría de los oyentes del señor Thacker. Laban Creech podía haber sido o no una persona, auténtica. El señor Thacker había dado —misteriosamente, ahora que el nebraskano pensaba en ello—. Su propio apellido, Cooper, al tercer y de algún modo menos importante tirador.

Se habían introducido tres tiradores porque los números mayores que la unidad eran siempre prácticamente tres en el folklore, por supuesto; pero el uso de su propio nombre parecía extraño. Sin duda no había sido más que una extravagancia de la deficiente memoria del viejo. Recordando Cooper , había atribuido incorrectamente el nombre.

En una gradación imperceptible, el nebraskano fue tomando conciencia de que los Thacker no estaban prestando más atención a la pantalla que él; no reían los chistes, no mostraban irritación ni siquiera a los anuncios más insistentes, y no hablaban sobre la mala comedia de situación ni con él ni entre ellos mismos.

La hermosa Sarah estaba decorosamente sentada a su lado, con las rodillas juntas, sus largas piernas cruzadas en sus esbeltos tobillos, sus manos enrojecidas por el agua de lavar los platos cruzadas sobre su delantal. A su derecha, el viejo se mecía, y las débiles protestas de su mecedora eran tan lentas y regulares como el tic-tac del alto reloj en el rincón, con sus manos en la empuñadura de su bastón y su expresión ligeramente fruncida.

A la izquierda de Sarah, el más joven señor Thacker permanecía casi escondido de la vista del nebraskano. Se levantó y fue a la cocina, haciendo chasquear sus nudillos mientras caminaba, regresó sin nada de comer ni de beber, y se sentó de nuevo durante menos de medio minuto antes de levantarse de nuevo.

—¿Tal vez quiera usted algunas galletas, o un poco más de limonada? —aventuró Sarah.

El nebraskano negó con la cabeza.

—Gracias, señorita Thacker; pero si como algo más, no podré dormir.

Sorprendentemente, las manos de Sarah se crisparon.

—Puedo traerle un poco de pastel.

—No, gracias.

Afortunadamente, la comedia de situación había terminado y había sido reemplazada por un multicolor amanecer en las llanuras de África. Allá navegaba el bote de Ra, reflexionó el nebraskano, emitiendo su resplandor desde la oscura garganta llamada Tuat para proporcionar luz a la humanidad. Por un momento imaginó una embarcación mucho más pequeña y menos radiante, de casco negro y llena de recalcitrantes muertos, una embarcación manejada por un hombre con cabeza de chacal: una diminuta mota contra el resplandeciente disco del sol africano. ¿Cuál era aquel libro de Von Dániken? Las naves… , no, Los carros de los dioses . Pero eran naves espaciales…, y eso era folklore también, o en cualquier caso pasaba rápidamente al folklore; el nebraskano ya se lo había encontrado dos veces.

Un animal, una cebra, permanecía tendida en la llanura. La cámara se acercó a ella; cuando estaba muy cerca apareció la cabeza de una enorme hiena, con sus mandíbulas chorreando carroña. El viejo se volvió repentinamente, y su brusco movimiento llamó la atención del nebraskano.

Miedo. Eso era, por supuesto. Se maldijo a sí mismo por no haber identificado antes la emoción que permeaba la sala de estar. Sarah estaba asustada, y también lo estaba el viejo…, horriblemente asustado. Incluso el padre de Sarah parecía temeroso e inquieto, echándose hacia atrás en su silla, luego hacia adelante, agitando los pies, secándose las palmas en los muslos de sus descoloridos pantalones caqui.

El nebraskano se levantó y se desperezó.

—Deberán perdonarme. Ha sido un largo día.

Cuando ninguno de los dos hombres habló, Sarah dijo:

—Yo también me voy a dormir, señor Cooper. ¿Quiere tomar un baño?

El nebraskano dudó, intentando adivinar la respuesta deseada.

—Si no va a ser mucha molestia. Sería estupendo.

Sarah se levantó con rapidez.

—Le traeré algunas toallas o todo lo demás.

El nebraskano regresó a su habitación, se desvistió y se puso un pijama y una bata. Sarah le estaba aguardando en la puerta del cuarto de baño con una pastilla de jabón y al menos media docena de toallas. Mientras tomaba las toallas, el nebraskano murmuró:

—¿Puede decirme qué es lo que ocurre? Quizá pueda ayudar.

—Podríamos ir a la ciudad, señor Cooper. —Vacilante, tocó su brazo—. Dicen que soy bonita, ¿no lo cree usted? No tendría que casarse conmigo ni nada, solo marcharnos por la mañana.

—Sí es bonita —le dijo el nebraskano—. De hecho, es muy bonita; pero no puedo hacerle eso a su familia.

—Vístase de nuevo. —Su voz era apenas audible, sus ojos estaban clavados en la escalera—. Diga que le han vuelto sus viejos problemas, que tiene que ir a ver al médico. Yo me escabulliré por la parte de atrás. Recójame junto al gran olmo.

—Realmente no puedo, señorita Thacker —dijo el nebraskano.

En la bañera se dijo a sí mismo que había sido un estúpido. ¿Cómo le había llamado aquella chica en su último curso en la universidad? Un romántico incurable. Podía haber gozado de una atractiva joven aquella noche (y hacía meses desde que había dormido por última vez con una mujer) y haberla salvado de…, ¿qué? ¿Una paliza de su padre? No había señal alguna en sus desnudos brazos, y no había observado que la faltara ningún diente. Aquella delicada nariz nunca había sido rota, por supuesto.

Hubiera podido gozar de una noche con una hermosa joven…, de la cual se hubiera sentido responsable luego por el resto de su vida. Imaginó la referencia en el Journal of American Folklore : «Recopilado por el Dr. Samuel Cooper, Universidad de Nebraska, de boca de Hopkin Thacker, 73 años, cuya nieta el Dr. Cooper sedujo y abandonó».

Se puso en pie con un bufido de disgusto, tiró de la cadena del tapón de caucho blanco que había retenido el agua de la bañera, y cogió una de las toallas de Sarah; un trozo de papel aleteó hasta la alfombrilla amarilla del baño. Lo recogió, y sus dedos mojaron la hoja arrancada de un bloc de notas.

No le diga a él nada de lo que le contó el abuelo. Una letra de mujer, apenas legible.

Sarah había anticipado claramente su negativa; la había anticipado, y había cubierto sus apuestas. Él se refería presumiblemente a su padre, a menos que hubiera otro hombre en la casa o se esperara a otro…, su padre, casi con toda seguridad.

El nebraskano rompió la nota en pequeños fragmentos y la echó a la taza del water y tiró de la cadena, se secó con dos toallas, se cepilló los dientes y volvió a ponerse el pijama y la bata, luego salió discretamente al pasillo y se detuvo y escuchó.

La televisión seguía encendida, no muy fuerte, en la sala de delante. No había otras voces, ni sonido de pasos o golpes. ¿De qué tenían miedo los Thacker? ¿Del chupaalmas? ¿De las mohosas divinidades egipcias?

Regresó a su habitación y cerró firmemente la puerta a sus espaldas. Fuera lo que fuese, no era por supuesto asunto suyo. Por la mañana desayunaría, escucharía una o dos historias más del viejo, y se sacaría de la mente a toda la familia.

Algo se movió cuando apagó la luz. Por un instante tuvo un atisbo de su propia sombra en la ventana, con la de alguien o algo detrás de él, un hombre más alto que él, una figura de anchos hombros con cuernos u orejas puntiagudas.

Lo cual era absolutamente ridículo. El antiguo candelabro de latón estaba suspendido del techo en el centro del dormitorio; el interruptor estaba junto a la puerta, tan lejos como era posible de las ventanas. De ninguna forma concebible podía su sombra —o cualquier otra— haber sido arrojada sobre aquella ventana. Él y lo que fuera que creía haber visto hubieran tenido que estar de pie al otro lado de la habitación, entre la luz y la ventana.

Parecía que alguien había movido la cama. Aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. ¿Qué muebles había? La cama, la silla en la que había leído, una cómoda con espejo, y (rebuscó en su cerebro) una mesita de noche quizá. Que tendría que estar junto a la cabecera de la cama, si estaba.

Unos susurros llenaron la habitación. Era el viento fuera; las ventanas estaban abiertas de par en par, la vieja casa flanqueada por imponentes arces. Las ventanas eran visibles ahora, pálidos rectángulos en la oscuridad. Cruzó tan cuidadosamente como pudo hasta una y alzó la persiana. La luz de la luna llenó la habitación; allí estaba su cama, allí su silla, frente a la ventana a la izquierda. Ningún soplo de aire agitaba las ramas cargadas de hojas.

Se quitó la bata y la colgó en el alto cabezal, retiró la sábana y el cobertor hasta los pies de la cama y se tendió. Había oído algo…, o nada. Había visto algo…, o nada. Pensó con añoranza en su apartamento en Lincoln, en su período sabático —hacía casi un año de él ahora— en Grecia. En el resplandor del sol en el golfo Sarónico…

Circular y blancoamarillenta, la luna flotaba sobre agua estancada. Más allá de la luna se extendía la ciudad de los muertos, calle tras estrecha calle de silenciosas tumbas, un dedálico laberinto de muerte y piedra. Muy lejos aulló un chacal. Durante eras enteras del mundo nada se movió; figuras pintadas con límpidos ojos parecían burlarse de los vacíos cráneos caídos más allá de sus desmoronantes puertas.

Muy abajo de una de las serpenteantes avenidas de los muertos apareció un segundo chacal. La cabeza alta y las orejas erectas, contempló el vacío y escuchó el silencio antes de volverse para hundir sus dientes una vez más en la desgarrada cosa que había arrastrado hasta allí. Sin ojos y disecado, manchado de betún y con la ropa hecha jirones, el nebraskano reconoció su propio cadáver.

Y al instante estaba allí, tendido impotente en la calle envuelta en noche. Por un momento los resplandecientes ojos del chacal gravitaron sobre él; sus mandíbulas se cerraron, y su clavícula chasqueó…

El chacal y la ciudad iluminada por la luna desaparecieron. Se alzó bruscamente, tembloroso y estremecido, sin saber exactamente por qué. El sudor resbalaba a sus ojos.

Había habido un ruido.

Para disipar al chacal y la maldecida habitación sin sol, se levantó y tanteó en busca del interruptor de la luz. El dormitorio estaba —o al menos parecía estar— tal como lo recordaba, excepto la mojada silueta de su delgado cuerpo impresa en la sábana. Su maleta estaba de pie al lado de la cómoda; sus útiles de afeitar encima de esta; Los dioses anteriores a los griegos aguardaba su regreso en la vieja silla con asiento de mimbre.

—Tienes que venir a mí.

Giró en redondo. No había nadie excepto él en la habitación, nadie (por todo lo que podía ver) en las ramas del arce o en el suelo allá abajo. Sin embargo las palabras habían sido claras, y quien las había pronunciado —o al menos esto había parecido— lo había hecho casi en su oído. Sintiéndose un absoluto estúpido, miró debajo de la cama. No había nadie allí, y nadie en el armario.

La manija de la puerta no giró bajo su mano. Estaba encerrado dentro de la habitación. Ese había sido quizá el ruido que lo había despertado: el seco chasquido de la llave al girar. Se agachó para mirar por el agujero de la antigua cerradura. El pasillo en penumbra al otro lado estaba vacío, hasta tan lejos como podía ver. Se puso en pie; un objeto duro se clavó en la planta de su pie derecho, y se agachó para examinarlo.

Era la llave. La tomó. Alguien había cerrado la puerta con llave desde fuera, había echado esta por debajo de la puerta, y (posiblemente) había dicho algo a través del agujero de la cerradura.

O quizá solo era que algún fragmento de su sueño había quedado enredado en su consciencia; seguramente había sido la voz del chacal.

La llave giró suavemente en la cerradura. Fuera en el pasillo creyó detectar la fragancia del perfume de Sarah, aunque no pudo estar seguro. Si había sido Sarah lo había encerrado dentro, pasándole la llave para que pudiera salir por la mañana. ¿A quién había encerrado fuera?

Regresó al dormitorio, cerró la puerta y la contempló durante un momento, con la llave en la mano. Parecía improbable que la tosca y pasada de moda cerradura pudiera frenar durante mucho tiempo a un intruso, y por supuesto le pondría dificultades a él cuando respondiera…

¿Respondiera a qué llamada?

¿Y por qué debería hacerlo?

Asustado de nuevo, asustado todavía, buscó otra luz. No había ninguna: ninguna luz de lectura en la cama, ninguna lamparilla en la mesita de noche, ninguna lámpara de pie, ningún aplique en ninguna de las paredes. Hizo girar la llave en la cerradura, y después de unos segundos la guardó en el cajón superior de la cómoda y cogió su libro, Abaddón. El ángel de destrucción enviado por Dios para convertir el Nilo y todas sus aguas en sangre, y para matar a los hijos primogénitos varones de todas las familias egipcias. La mano de Abaddón fue desviada de los Hijos de Israel, que con esta finalidad untaron los dinteles de sus casas con la sangre del cordero pascual. Esta sustitución ha sido considerada con frecuencia un precedente del sacrificio de Cristo. Am-mil Ammit, «Devoradora de los Muertos». Esta diosa egipcia guardaba el trono de Osiris en el submundo y devoraba las almas de aquellos a quienes Osiris condenaba. Tenía cabeza de cocodrilo y patas delanteras de león. El resto de su forma era la de un hipopótamo, Figura 1. El gran templo de Am-mit en Henen-su (Heracleópolis) fue destruido por Octaviano, que hizo empalar a sus sacerdotes. An-uat, Anuat, «Señor de la Tierra (la Necrópolis)», «Abridor del Norte». Aunque confundido con frecuencia con Anubis…

El nebraskano dejó el libro a un lado; la luz del techo no era adecuada para leer. La apagó y volvió a tenderse en la cama.

Mirando a la oscuridad, meditó en el extraño título de An-uat, Abridor del Nortü. Devorador de los Muertos y Señor de la Tierra parecían bastante claros. O más bien Señor de la Tierra parecía claro una vez Schmit explicaba que se refería a las necrópolis (Esa explicación era a todas luces la fuente de su sueño). ¿Por qué entonces Schmit no había explicado Abridor del Norte? Presumiblemente porque él tampoco lo entendía, Bueno, un abridor era uno que iba antes que los demás, el primero en pasar en una cierta dirección. Él (o ella) hacía más fácil a los demás el seguirles, marcar rastros y demás. El Nilo fluía hacia el norte, de modo que An-uat podía ser considerado como el dios que fue hacia el norte antes que los Egipcios cuando abandonaron su río para navegar por el Mediterráneo. Él mismo había reflejado a An-uat en un bote antes, porque se suponía que era un Nilo celestial (¿acaso la Vía Láctea?). Porque había sabido que los egipcios creían que había una analogía divina con el Nilo a lo largo de la cual viajaba la barca de Ra. Y por supuesto la Vía Láctea era realmente —en su sentido más literal— el ramal poblado de estrellas donde flota el sol…

El chacal soltó el cadáver que había estado arrastrando, tosió y vomitó, escupiendo carroña mezclada con gusanos vivos. El nebraskano cogió una piedra caída de una de las desmoronantes tumbas y la lanzó, golpeando al chacal justo debajo de la oreja.

Se alzó sobre sus patas traseras, y aunque su rostro siguió siendo el de un animal, sus ojos eran los de un hombre.

—Esto es para ti —dijo, y señaló la bullente masa—. Tómalo y ven a mí.

El nebraskano se arrodilló y cogió uno de los gusanos de la apestosa masa. Era pálido, estriado y manchado de escarlata, y despertó en él un ansia que jamás había sentido antes. En su boca trajo paz, salud, amor y hambre de algo que no podía nombrar.

La voz del viejo Hop Thacker flotó a través de una distancia infinita:

—Nunca dispares contra nada sin estar completamente seguro de lo que es, mi joven amigo.

Otro gusano y otro, y cada uno tan bueno como el anterior.

—Te enseñaremos —dijeron los gusanos, hablando desde su propia boca—. ¿No hemos venido de las estrellas? Tu deseo de ellos se ha despertado, Hombre de la Tierra.

La voz de Hop Thacker:

—Gusanos de la tumba, ¿entiende?

—Ven a mí.

El nebraskano tomó la llave del cajón. Solo era necesario abrir la tumba más cercana. El chacal señaló la cerradura.

—Si tiene hambre chupará a una persona viva, y esta tendrá que luchar o morir.

El extremo de la llave raspó contra la puerta, buscando el agujero de la cerradura.

—Ven a mí, Hombre de la Tierra. Ven rápido.

La voz de Sarah se había unido a la del viejo, sus palabras se mezclaban y confundían. Ella gritó, y las figuras pintadas se desvanecieron de la puerta de la tumba.

La llave giró. Thacker salió de la tumba. Detrás de él su padre gritó: «¡Joe, muchacho! ¡Joe!», y le golpeó con su bastón. La sangre brotó del desgarrado cuero cabelludo de Thacker, pero no miró a su alrededor.

—¡Lucha contra él, joven muchacho! ¡Tienes que luchar contra él!

Alguien encendió la luz. El nebraskano retrocedió hacia la cama.

—¡Papá, NO! —Sarah tenía el enorme cuchillo de carnicero. Lo alzó más alto que la cabeza de su padre y lo bajó. Él aferró su muñeca, revelando un largo corte que descendía por su espalda cuando se giró. El cuchillo, y Sarah, cayeron al suelo.

El nebraskano aferró el brazo de Thacker.

—¿Qué es esto?

—Es amor —le dijo Thacker—. Esa es su palabra, Hombre de la Tierra. Es amor. —Ninguna lengua apareció entre sus entreabiertos labios; en su lugar se agitaban gusanos, y entre los gusanos brillaban estrellas.

El nebraskano clavó con todas sus fuerzas su puño derecho en aquellos labios. La cabeza de Thacker fue empujada hacia atrás por el golpe; el dolor ascendió como un latigazo por el brazo del nebraskano. Golpeó de nuevo, esta vez con el puño izquierdo, y su muñeca fue sujetada como lo había sido antes la de Sarah. Intentó retroceder; luchó por liberarse. La alta cama antigua bloqueó sus piernas a la altura de las rodillas.

Thacker se lanzó sobre él, con los labios partidos y sangrantes. Sus ojos estaban llenos con un dolor más grande que cualquiera que el nebraskano hubiera visto nunca. El chacal habló:

—Ábrete a mí.

—Sí —le dijo el nebraskano—. Sí, lo haré. —Nunca antes había sabido que poseyera un alma, pero ahora se precipitaba a su garganta.

Los ojos de Thacker rodaron hacia arriba. Su boca se abrió mucho, revelando por un instante la cosa tentacular, cubierta de limo, que había dentro. Medio cayendo, medio rodando, se derrumbó sobre la cama.

Por un segundo que pareció mucho más largo, el padre de Thacker se irguió sobre él con temblorosas manos. Un paso atrás, y el viejo señor Thacker cayó también…, cayó horrible y torpemente, y su cabeza golpeó el suelo con un perceptible crac.

—¡Abuelo! —Sarah se arrodilló a su lado.

El nebraskano se puso en pie. El gastado mango marrón del cuchillo de carnicero asomaba por la espalda de Thacker. Un poco de sangre, menos de la que el nebraskano hubiera esperado, goteaba por la vieja madera desgastada para formar un charco carmesí sobre la sábana.

—Ayúdeme con él, señor Cooper. Tengo que meterlo en la cama.

El nebraskano asintió y alzó al único señor Thacker vivo sobre sus pies.

—¿Cómo se encuentra?

—Tembloroso —admitió el viejo—. Realmente tembloroso.

El nebraskano pasó el brazo derecho del viejo alrededor de su cuello y lo sostuvo.

—Puedo cargar con él —dijo. Y a Sarah—: Tendrá que indicarme su dormitorio.

—La mayor parte de las veces Joe era siempre así. —La voz del viejo era un susurro, tan débil y tan lejana como si estuviera en la ciudad de los muertos del sueño—. Eso es lo que tiene que entender usted. Casi todas las veces, y cuando…, cuando lo hacía, estaban muertos, ¿entiende? Muertos o casi muertos. No causaba demasiado daño.

El nebraskano asintió.

Sarah, con un desgastado camisón blanco que podía haber sido en sus tiempos de su madre, estaba ya en el pasillo, tambaleándose y agitada por los sollozos.

—Entonces vino usted. Y Joe, él nos obligó. Dijo que yo tenía que hablar con usted y que ella tenía que pedirle que se quedara a cenar.

—Usted me contó esa historia para advertirme —dijo el nebraskano.

El viejo asintió débilmente mientras entraban en su dormitorio.

—Pensé que estaba siendo listo con ella. Todo era cierto, sin embargo, excepto que no había ningún Cooper, y ningún Creech tampoco.

—Entiendo —dijo el nebraskano. Tendió al viejo en su cama y le echó una manta por encima.

—Lo maté, ¿verdad? Maté a mi chico Joe.

—No fuiste tú, abuelo. —Sarah había encontrado un pañuelo grande de hombre, sin duda en uno de los cajones de su abuelo; se sonó con él.

—Eso es lo que dirán.

El nebraskano se volvió sobre sus talones.

—Tenemos que encontrar esa cosa y matarla. Hubiera debido hacer eso antes. —Antes de completar su pensamiento, ya estaba corriendo de vuelta hacia la habitación que había sido la suya.

Dio la vuelta a Thacker hasta donde le permitía el cuchillo y alzó sus piernas sobre la cama. La mandíbula de Thacker colgaba fláccida; su lengua y su paladar estaban recubiertos por una delgada capa transparente gelatinosa y glutinosa, que desprendía un ligero olor a amoníaco; aparte esto, su boca era perfectamente normal.

—Es un espíritu —le dijo Sarah al nebraskano desde la puerta—. Ahora irá al abuelo, porque él lo mató. Eso es lo que siempre dijo.

El nebraskano se envaró y se volvió hacia ella.

—Es una criatura viva, algo como una jibia, y vino hasta aquí desde… —Agitó una mano para desechar el pensamiento—. No importa. Aterrizó en el norte de África, o al menos pienso que debió de hacerlo, y si estoy en lo cierto fue devorada por un chacal, Comen casi cualquier cosa, por lo que he leído. Sobrevivió dentro del chacal como una especie de parásito intestinal. Hace mucho tiempo, se transmitió a un hombre, de alguna forma.

Sarah miraba a su padre, sin escuchar.

—Ahora descansa, señor Cooper. Él le disparó al viejo chupaalmas en los bosques un día. Eso es lo que dice el abuelo, y no ha descansado desde entonces, pero ahora ha alcanzado la paz. Yo solo tenía unos ocho años o así entonces, y durante mucho tiempo mi abuelo temió que me cogiera a mí, solo que nunca lo hizo. —Cerró con los pulgares los párpados del muerto.

—O bien se ha arrastrado fuera… —empezó a decir el nebraskano.

Bruscamente, Sarah se dejó caer de rodillas al lado de su padre muerto y le besó.

Cuando finalmente el nebraskano salió de la habitación, el hombre muerto y la mujer viva permanecían abrazados en aquel beso, el rostro de ella extático, sus dedos enredados en el pelo del muerto. Dos días más tarde, después de que el nebraskano hubiera cruzado el Misisipí, todavía veía aquel beso en las sombras al lado de la carretera.

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