Yo soy Arkham

El clamor de la gente hace vibrar las ventanas de mi habitación. Puedo sentir su odio atravesar la madera de las paredes y llegar hasta mi escritorio. Todo haría pensar que preferirían estar aprovechando los últimos momentos con sus seres queridos pero no: han elegido tomar al chivo expiatorio para aplacar su frustración ante el inminente fin del mundo.

Que esté escribiendo estas líneas puede parecer tan absurdo como la actitud de la multitud enardecida, pero la verdad, no tengo ser querido alguno a quien abrazar. Soy el último de mi familia, un linaje de alta alcurnia que —debo reconocer con dolor— conmigo ha llegado a un triste fin. Lo único que me queda es la nutrida biblioteca de mi fallecido abuelo, y esta pila de manuscritos que me han llevado a mí y al resto del mundo a la perdición.

Tal vez se haya cruzado en su camino alguno de mis relatos, editados en cierta revista de ficciones más bien hipermasculinizadas, cuyas portadas difícilmente evocan mi prosa o la de mis compañeros y corresponsales de El Círculo. Las ilustraciones de esta publicación podrían sugerirle una cruza entre las aventuras de Julio Verne con La Venus de von Sacher-Masoch.

Sembrada la simiente de las ciencias de civilizaciones antiguas, su imaginería, su mitología, su cosmovisión en general, desde los libros empolvados compartidos con mi abuelo y que recibí como herencia; regado con los nuevos conocimientos de este siglo. Es esta iluminación la que aún deja un atisbo de mi ser en esta era. El resto de mi esencia pertenece al pasado, a los años que ya no volverán, pero que han hendido a la humanidad con sus delicados colmillos.

Mis inicios —debo admitir— fueron de una emulación ahora noto vergonzosa, de mis influencias más patentes. Poe, Dunsay, por supuesto Blackwood (caballero que dejó este mundo teniendo una gran opinión de mi obra), marcaban mi estilo, dando espacio a mis prejuicios de hombre de poco mundo con pretensión de lo contrario.

Fue en mis sueños, que para muchos serían horribles pesadillas, donde encontré la verdadera sabia de mis cuentos.

Visiones de mundos indescriptibles para el lenguaje humano. Seres —si es que cabe señalarlos con tal calificación— que desafían las leyes de la física y la cordura. Si quedase tiempo a la realidad, le invitaría a leer mis transcripciones de esas imágenes. Mas solo podré entregar este testimonio.

Cuando la divulgación en revistas de género ya no satisfacía mis pretensiones literarias, decidí una vez más inspirarme en uno de mis mentores, y publiqué en un periódico de circulación local “La Llamada de Cthulhu”, tal como hiciera Poe con su “Relato de Arthur Gordon Pym”: una nota sin más presentación, que daba la idea de no ser un cuento de horror, si no que una crónica policial.

Luego de la primera entrega, el buzón del periódico se llenó con cartas de lectores que declaraban tener antecedentes de la secta. Ni el editor ni este servidor llegamos a tomar en serio estas misivas. Pero terminado el ciclo de “La Llamada…”, no pudimos ignorar las miles de cartas que decían haber tenido sueños —tanto dormidos como en vela— donde los cánticos los perseguían a través de un denso bosque nocturno. Al correr en búsqueda de la luz que les insinuaba salvación, solo lograban llegar a un claro donde los ritos descritos en el relato eran escenificados por cientos de personas alrededor de una inmensa hoguera. En el centro, la estatua de madera de Cthulhu se bañaba pero no ardía con las flamas.

No pocas de estas cartas aducían haber tenido estas pesadillas sin haber leído jamás “La Llamada…” hasta después de enterarse por terceras personas de la similitudes que presentaban.

Publicamos una nota aclaratoria, afirmando que no era más que un hoax, una obra de ficción que no tenía mayor finalidad que inquietar al lector con su formato de testimonio.

Lejos de calmar las aguas, esta declaración sembró más dudas en el público, que comenzó a enviar cartas amenazando con quemar el edificio si seguíamos con nuestro afán de encubrir la existencia de los Primigenios.

Pero la bomba estalló realmente cuando apareció el barco.

La tripulación que había logrado sobrevivir al viaje, estaba sumida en la locura, hablando incoherencias o recitando en dialectos que ningún lingüista logró asociar a cultura aborigen alguna. Solo la bitácora dio una idea de lo sucedió en aquel navío durante su travesía por el pacífico sur. Era una versión acotada del testimonio del marino Noruego de mi texto.

Desde entonces, me he enterado del resto de los acontecimientos desde el encierro en mi casa de Arkham. Descubrimientos arqueológicos tanto en la Antártida como en Australia, Egipto, Chile y México. Bibliotecas completas que dejarían a la de Alejandría como la pila de revistas de una sala de espera, todo escrito en un idioma sin precedentes en la humanidad.

Luego llegaron las apariciones.

Los Dioses fueron avistados en los mares, registrados en celuloide en los cielos. Fueron fotografiados en las montañas y apareciendo en grietas creadas por movimientos telúricos. Sus engendros —porque no solo las ciclópeas deidades hicieron acto de presencia, si no que sus hijos y vasallos— inundaron las calles atacando, devorando, apareándose con cualquier ser vivo que tuviese la desgracia de cruzarse en su camino. Los seres de mestizaje interdimensional eran aun más espeluznantes que sus progenitores invasores.

El quiebre entre ambos mundos generó lo que los científicos llamaron “El Agujero del Fin de los Tiempos”.
La perturbación espaciotemporal podía ser vista desde cualquier punto de la tierra. Aquellos que tuvieron el coraje de posar sus ojos más de un minuto, al volver la mirada a su entorno se encontraban un par de meses en el futuro, o al menos esa era la explicación que daban a sus familiares que ya los habían dado por perdidos al reencontrarse.

La ruptura creció en tamaño, podíamos notarlo por el espacio que no dejaba ver nada y su hambre insaciable era como un trozo de noche constante en el día. Una mancha oscura sobre el cielo nocturno que ya de estrellas nunca más supo.

Algunos, incitados por El Círculo, osaron llamarme profeta, los menos. La mayoría prefirió acusarme bajo el cargo de Conjurador, o incluso Creador de los Primigenios. Al menos los últimos coincidían con los segundos, en que debería ser quemado como una bruja.

Miles de personas rodean mi casa, algunas incluso en la rivera del Miskatonic. Sus antorchas y sus gritos no podrían aterrarme menos. Es el vacío que se cierne sobre el mundo el que me tiene escribiendo como un lunático, incapaz de reaccionar de otra forma que no sea garabateando páginas que jamás serán leídas.

Me asomo a la ventana y la multitud ha retrocedido. Las llamas comienzan a abrasar la casa. El calor y la luz ya no me preocupan. Escribo sin mirar el papel, porque el espectáculo de los cielos se ha transformado en un hipnótico fractal que extiende sus raíces y ramificaciones, perdiéndose la línea que separaba la seguridad terrenal, de la demencia inconmensurable. El gentío corre escapando hacia ninguna parte, se arrancan los ojos, se prenden fuego, tratando de abstraerse de la visión tras el velo. Sus oídos sangran por la insoportable música de la flauta. El tiempo se cierra como un puño y se vuelve a expandir como un mándala. Las piezas del vitral se superponen y lo que creo aún es mi mundo se escapa como arena entre los dedos, entremezclándose con imágenes incongruentes. Arkham se recoge sobre sí misma, sus calles se retuercen y reconfiguran, sus edificios se enroscan ante la intromisión de los monolíticos tentáculos, algas de un océano en colapso que se derrama derribando los pilares de la percepción. Arkham, como una farsa, una maqueta mal ensamblada con instrucciones mal redactadas. No puedo permitirlo, aunque las llamas carcoman las paredes de la habitación y las ventanas estén explotando, no por las flamas que penetran con su poder destructivo, si no porque son la última barrera que retiene el trozo de verdad que habita en mi ser. Lo protegeré aunque el peso de los eones caiga sobre mi, aunque mi propia existencia sea negada entres los hilos que tejen la realidad. Arkham como un refugio de las pesadillas que encierran en su anatomía imposible la cruda levedad del hombre. Arkham, como un emblema, como el eje de una estructura terrible y tan inmensa que no puede ser descrita con la jerigonza humana. Arkham, la pieza que completa pero que nunca encajará en el mapa de la existencia.

Yo soy Arkham.

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